Han transcurrido diez años que no se notan en nada: la escalera sigue sucia y pobre, las puertas sin
timbre, los cristales de la ventana sin lavar.
(Al comenzar el acto se encuentran en escena Generosa, Carmina, Paca, Trini y el Señor Juan.
Éste es un viejo alto y escuálido, de aire quijotesco, que cultiva unos anacrónicos bigotes lacios. El
tiempo transcurrido se advierte en los demás: Paca y Generosa han encanecido mucho. Trini es ya
una mujer madura, aunque airosa. Carmina conserva todavía su belleza: una belleza que empieza a
marchitarse. Todos siguen pobremente vestidos, aunque con trajes más modernos. Las puertas I y III
están abiertas de par en par. Las II y IV, cerradas. Todos los presentes se encuentran apoyados en
el pasamanos, mirando por el hueco. Generosa y Carmina están llorando; la hija rodea con un
brazo la espalda de su madre. A poco, Generosa baja el tramo y sigue mirando desde el primer
rellano. Carmina la sigue después.)
Carmina.— Ande, madre… (Generosa la aparta, sin dejar de mirar a través de sus lágrimas.) Ande…
(Ella mira también. Sollozan de nuevo y se abrazan a medias, sin dejar de mirar.)
Generosa.— Ya llegan al portal… (Pausa.) Casi no se le ve…
Señor Juan.— (Arriba, a su mujer.) ¡Cómo sudaban! Se conoce que pesa mucho.
(Paca le hace señas de que calle.)
Generosa.— (Abrazada a su hija.) Solas, hija mía. ¡Solas! (Pausa. De pronto se desase y sube lo más
aprisa que puede la escalera. Carmina la sigue. Al tiempo que suben.) Déjeme mirar por su balcón,
Paca. ¡Déjeme mirar!
Paca.— Sí, mujer.
(Generosa entra presurosa en el III. Tras ella, Carmina y Paca.)
Trini.— (A su padre, que se recuesta en la barandilla, pensativo.) ¿No entra, padre?
Señor Juan.— No, hija. ¿Para qué? Ya he visto arrancar muchos coches fúnebres en esta vida. (Pausa.) ¿Te
acuerdas del de doña Asunción? Fue un entierro de primera, con caja de terciopelo…
Trini.— Dicen que lo pagó don Manuel.
Señor Juan.— Es muy posible. Aunque el entierro de don Manuel fue menos lujoso.
Trini.— Es que ése lo pagaron los hijos.
Señor Juan.— Claro. (Pausa.) Y ahora, Gregorio. No sé cómo ha podido durar estos diez años. Desde la
jubilación no levantó cabeza. (Pausa.) ¡A todos nos llegará la hora!
Trini.— (Juntándosele.) ¡Padre, no diga eso!
Señor Juan.— ¡Si es la verdad, hija! Y quizá muy pronto.
Trini.— No piense en esas cosas. Usted está muy bien todavía…
Señor Juan.— No lo creas. Eso es por fuera. Por dentro… me duelen muchas cosas. (Se acerca, como al
descuido, a la puerta IV. Mira a Trini. Señala tímidamente a la puerta.) Esto. Esto me matará.
Trini.— (Acercándose.) No, padre. Rosita es buena…
Señor Juan.— (Separándose de nuevo y con triste sonrisa.) ¡Buena! (Se asoma a su casa. Suspira. Pasa
junto al II y escucha un momento.) Estos no han chistado.
Trini.— No.
(El padre se detiene después ante la puerta I. Apoya las manos en el marco y mira al interior vacío.)
Señor Juan.— ¡Ya no jugaremos más a las cartas, viejo amigo!
Trini.— (Que se le aproxima, entristecida, y tira de él.) Vamos adentro, padre.
Señor Juan.— Se quedan con el día y la noche… Con el día y la noche. (Mirando al I.) Con un hijo que es
un bandido…
Trini.— Padre, deje eso.
(Pausa.)
Señor Juan.— Ya nos llegará a todos.
(Ella mueve la cabeza, desaprobando. Generosa, rendida, sale del III, llevando a los lados a
Paca y a Carmina.)
Paca.— ¡Ea! No hay que llorar más. Ahora a vivir, A salir adelante.
Generosa.— No tengo fuerzas…
Paca.— ¡Pues se inventan! No faltaba más.
Generosa.— ¡Era tan bueno mi Gregorio!
Paca.— Todos nos tenemos que morir. Es ley de vida.
Generosa.— Mi Gregorio…
Paca.— Hala. Ahora barremos entre las dos la casa. Y mi Trini irá luego por la compra y hará la comida.
¿Me oyes, Trini?
Trini.— Sí, madre.
Generosa.— Yo me moriré pronto también.
Carmina.— ¡Madre!
Paca.— ¿Quién piensa en morir?
Generosa.— Sólo quisiera dejar a esta hija… con un hombre de bien… antes de morirme.
Paca.— ¡Mejor sin morirse!
Generosa.— ¡Para qué!…
Paca.— ¡Para tener nietos, alma mía! ¿No le gustaría tener nietos?
(Pausa.)
Generosa.— ¡Mi Gregorio!…
Paca.— Bueno. Se acabó. Vamos adentro. ¿Pasas, Juan?
Señor Juan.— Luego entraré un ratito. ¡Lo dicho, Generosa! ¡Y a tener ánimo!
(La abraza.)
Generosa.— Gracias…
(El Señor Juan y Trini entran, en su casa y cierran. Generosa, Paca y Carmina se dirigen al I.)
Generosa.— (Antes de entrar.) ¿Qué va a ser de nosotros, Dios mío? ¿Y de esta niña? ¡Ay, Paca! ¿Qué va a
ser de mi Carmina?
Carmina.— No se apure, madre.
Paca.— Claro que no. Ya saldremos todos adelante. Nunca os faltarán buenos amigos.
Generosa.— Todos sois muy buenos.
Paca.— ¡Qué buenos, ni qué… peinetas! ¡Me dan ganas de darle azotes como a un crío!
(Se meten. La escalera queda sola. Pausa. Se abre el II cautelosamente y aparece Fernando. Los años
han dado a su aspecto un tinte vulgar. Espía el descansillo y sale después, diciendo hacia adentro.)
Fernando.— Puedes salir. No hay nadie.
(Entonces sale Elvira, con un niño de pecho en los brazos. Fernando y Elvira visten con modestia. Ella
se mantiene hermosa, pero su cara no guarda nada de la antigua vivacidad.)
Elvira.— ¿En qué quedamos? Esto es vergonzoso. ¿Les damos o no les damos el pésame?
Fernando.— Ahora no. En la calle lo decidiremos.
Elvira.— ¡Lo decidiremos! Tendré que decidir yo, como siempre. Cuando tú te pones a decidir nunca
hacemos nada. (Fernando calla, con la expresión hosca. Inician la bajada.) ¡Decidir! ¿Cuándo vas a
decidirte a ganar más dinero? Ya ves que así no podemos vivir. (Pausa.) ¡Claro, el señor contaba con el
suegro! Pues el suegro se acabó, hijo. Y no se te acaba la mujer no sé por qué.
Fernando.— ¡Elvira!
Elvira.— ¡Sí, enfádate porque te dicen las verdades! Eso sabrás hacer: enfadarte y nada más. Tú ibas a ser
aparejador, ingeniero, y hasta diputado. ¡Je! Ese era el cuento que colocabas a todas. ¡Tonta de mí, que
también te hice caso! Si hubiera sabido lo que me llevaba… Si hubiera sabido que no eras más que un
niño mimado… La idiota de tu madre no supo hacer otra cosa que eso: mimarte.
Fernando.— (Deteniéndose.) ¡Elvira, no te consiento que hables así de mi madre! ¿Me entiendes?
Elvira.— (Con ira.) ¡Tú me has enseñado! ¡Tú eras el que hablaba mal de ella!
Fernando.— (Entre dientes.) Siempre has sido una niña caprichosa y sin educación.
Elvira.— ¿Caprichosa? ¡Sólo tuve un capricho! ¡Uno sólo! Y…
(Fernando la tira del vestido para avisarle de la presencia de Pepe, que sube. El aspecto de Pepe denota
que lucha victoriosamente contra los años para mantener su prestancia.)
Pepe.— (Al pasar.) Buenos días.
Fernando.— Buenos días.
Elvira.— Buenos días.
(Bajan. Pepe mira hacia el hueco de la escalera con placer. Después sube monologando.)
Pepe.— Se conserva, se conserva la mocita.
(Se dirige al IV, pero luego mira al I, su antigua casa, y se acerca. Tras un segundo de vacilación ante
la puerta, vuelve decididamente al IV y llama. Le abre Rosa, que ha adelgazado y empalidecido.)
Rosa.— (Con acritud.) ¿A qué vienes?
Pepe.— A comer, princesa.
Rosa.— A comer, ¿eh? Toda la noche emborrachándote con mujeres y a la hora de comer, a casita, a ver lo
que la Rosa ha podido apañar por ahí.
Pepe.— No te enfades, gatita.
Rosa.— ¡Sinvergüenza! ¡Perdido! ¿Y el dinero? ¿Y el dinero para comer? ¿Tú te crees que se puede poner
el puchero sin tener cuartos?
Pepe.— Mira, niña, ya me estás cansando. Ya te he dicho que la obligación de traer dinero a casa es tan tuya
como mía.
Rosa.— ¿Y te atreves…?
Pepe.— Déjate de romanticismos. Si me vienes con pegas y con líos, me marcharé. Ya lo sabes. (Ella se
echa a llorar y le cierra la puerta. Él se queda divertidamente perplejo frente a ésta. Trini sale del III.
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HISTORIA DE UNA ESCALERA• Antonio Buero Vallejo
Teen FictionLectura obligatoria de selectivad