Porque el hijo deshonra al padre,
la hija se levanta contra la madre,
la nuera contra su suegra:
y los enemi-gos del hombre
son los de su casa.
(miqueas, cap. VII, vers. 6.)-----------------------
Un tramo de escalera con dos rellanos, en una casa modesta de vecindad. Los escalones de bajada hacia
los pisos inferiores se encuentran en el primer término izquierdo. La barandilla que los bordea es muy pobre,
con el pasamanos de hierro, y tuerce para correr a lo largo de la escena limitando el primer rellano. Cerca del
lateral derecho arranca un tramo completo de unos diez escalones. La barandilla lo separa a su izquierda del
hueco de la escalera y a su derecha hay una pared que rompe en ángulo junto al primer peldaño, formando
en el primer término derecho un entrante con una sucia ventana lateral. Al final del tramo la barandilla
vuelve de nuevo y termina en el lateral izquierdo, limitando el segundo rellano. En el borde de éste, una
polvorienta bombilla enrejada pende hacia el hueco de la escalera. En el segundo rellano hay dos puertas:
dos laterales y dos centrales. Las distinguiremos, de derecha a izquierda, con los números I, II, III y IV.
El espectador asiste, en este acto y en el siguiente, a la galvanización momentánea de tiempos que han
pasado. Los vestidos tienen un vago aire retrospectivo.
(Nada más levantarse el telón vemos cruzar y subir fatigosamente al Cobrador de la luz, portando su
grasienta cartera. Se detiene unos segundos para respirar y llama después con los nudillos en las cuatro
puertas. Vuelve al I, donde le espera ya en el quicio la Señora Generosa: una pobre mujer de unos
cincuenta y cinco años.)
Cobrador.— La luz. Dos pesetas. (Le tiende el recibo. La puerta III se abre y aparece Paca, mujer de unos
cincuenta años, gorda y de ademanes desenvueltos. El Cobrador repite, tendiéndole el recibo.) La luz.
Cuatro diez.
Generosa.—(Mirando el recibo.) ¡Dios mío! ¡Cada vez más caro! No sé cómo vamos a poder vivir. (Se
mete.)
Paca.— ¡Ya, ya! (Al Cobrador.) ¿Es que no saben hacer otra cosa que elevar la tarifa? ¡Menuda ladronera
es la Compañía! ¡Les debía dar vergüenza chuparnos la sangre de esa manera! (El Cobrador se encoge
de hombros.) ¡Y todavía se ríe!
Cobrador.— No me río, señora. (A Elvira, que abrió la puerta II.) Buenos días. La luz. Seis sesenta y
cinco.
(Elvira, una linda muchacha vestida de calle, recoge el recibo y se mete.)
Paca.— Se ríe por dentro. ¡Buenos pájaros son todos ustedes! Esto se arreglaría como dice mi hijo Urbano:
tirando a más de cuatro por el hueco de la escalera.
Cobrador.— Mire lo que dice, señora. Y no falte.
Paca.— ¡Cochinos!
Cobrador.— Bueno, ¿me paga o no? Tengo prisa.
Paca.— ¡Ya va, hombre! Se aprovechan de que una no es nadie, que si no…
(Se mete rezongando. Generosa sale y paga al Cobrador. Después cierra la puerta. El Cobrador
aporrea otra vez el IV, que es abierto inmediatamente por Doña Asunción, señora de luto, delgada y
consumida.)
Cobrador.— La luz. Tres veinte.
Doña Asunción.— (Cogiendo el recibo.) Sí, claro… Buenos días. Espere un momento, por favor. Voy
adentro…
(Se mete. Paca sale refunfuñando, mientras cuenta las monedas.)
Paca.— ¡Ahí va!
(Se las da de golpe.)
Cobrador.— (Después de contarlas.) Está bien.
Paca.— ¡Está muy mal! ¡A ver si hay suerte, hombre, al bajar la escalera!
(Cierra con un portazo. Elvira sale.)
Elvira.— Aquí tiene usted. (Contándole la moneda fraccionaria.) Cuarenta…, cincuenta…, sesenta… y
cinco.
Cobrador.— Está bien.
(Se lleva un dedo a la gorra y se dirige al IV.)
Elvira.— (Hacia dentro.) ¿No sales, papá?
(Espera en el quicio. Doña Asunción vuelve a salir, ensayando sonrisas.)
Doña Asunción.— ¡Cuánto lo siento! Me va a tener que perdonar. Como me ha cogido después de la
compra y mi hijo no está…
(Don Manuel, padre de Elvira, sale vestido de calle. Los trajes de ambos denotan una posición económica
más holgada que la de los demás vecinos.)
Don Manuel.— (A Doña Asunción.) Buenos días. (A su hija.) Vamos.
Doña Asunción.— ¡Buenos días! ¡Buenos días, Elvirita! ¡No te había visto!
Elvira.— Buenos días, doña Asunción.
Cobrador.— Perdone, señora, pero tengo prisa.
Doña Asunción.— Sí, sí… Le decía que ahora da la casualidad que no puedo… ¿No podría volver luego?
Cobrador.— Mire, señora: no es la primera vez que pasa y…
Doña Asunción.— ¿Qué dice?
Cobrador.— Sí. Todos los meses es la misma historia. ¡Todos! Y yo no puedo venir a otra hora ni pagarlo
de mi bolsillo. Conque si no me abona tendré que cortarle el fluido.
Doña Asunción.— ¡Pero si es una casualidad, se lo aseguro! Es que mi hijo no está, y…
Cobrador.— ¡Basta de monsergas! Esto le pasa por querer gastar como una señora en vez de abonarse a
tanto alzado. Tendré que cortarle.
(Elvira habla en voz baja con su padre.)
Doña Asunción.— (Casi perdida la compostura.) ¡No lo haga, por Dios! Yo le prometo…
Cobrador.— Pida a algún vecino…
Don Manuel.— (Después de atender a lo que le susurra su hija.) Perdone que intervenga, señora.
(Cogiéndole el recibo.)
Doña Asunción.— No, don Manuel. ¡No faltaba más!
Don Manuel.— ¡Si no tiene importancia! Ya me lo devolverá cuando pueda.
Doña Asunción.— Esta misma tarde; de verdad.
Don Manuel.— Sin prisa, sin prisa. (Al Cobrador.) Aquí tiene.
Cobrador.— Está bien. (Se lleva la mano a la gorra.) Buenos días.
(Se va.)
Don Manuel.—(Al Cobrador.) Buenos días.
Doña Asunción.— (Al Cobrador.) Buenos días. Muchísimas gracias, don Manuel. Esta misma tarde…
Don Manuel.— (Entregándole el recibo.) ¿Para qué se va a molestar? No merece la pena. Y Fernando, ¿qué
se hace?
(Elvira se acerca y le coge del brazo.)
Doña Asunción.— En su papelería. Pero no está contento. ¡El sueldo es tan pequeño! Y no es porque sea mi
hijo, pero él vale mucho y merece otra cosa. ¡Tiene muchos proyectos! Quiere ser delineante, ingeniero,
¡qué sé yo! Y no hace más que leer y pensar. Siempre tumbado en la cama, pensando en sus proyectos.
Y escribe cosas también, y poesías. ¡Más bonitas! Ya le diré que dedique alguna a Elvirita.
Elvira.— (Turbada.) Déjelo, señora.
Doña Asunción. —Te lo mereces, hija. (A Don Manuel.) No es porque esté delante, pero ¡qué preciosísima
se ha puesto Elvirita! Es una clavellina. El hombre que se la lleve…
Don Manuel.— Bueno, bueno. No siga, que me la va a malear. Lo dicho, doña Asunción. (Se quita el
sombrero y le da la mano.) Recuerdos a Fernandito. Buenos días.
Elvira.— Buenos días.
(Inician la marcha.)
Doña Asunción.— Buenos días. Y un millón de gracias… Adiós.
(Cierra. Don Manuel y su hija empiezan a bajar. Elvira se para de pronto para besar y abrazar
impulsivamente a su padre.)
Don Manuel.— ¡Déjame, locuela! ¡Me vas a tirar!
Elvira.— ¡Te quiero tanto, papaíto! ¡Eres tan bueno!
Don Manuel.— Deja los mimos, picara. Tonto es lo que soy. Siempre te saldrás con la tuya.
Elvira.— No llames tontería a una buena acción… Ya ves, los pobres nunca tienen un cuarto. ¡Me da una
lástima doña Asunción!
Don Manuel.— (Levantándole la barbilla.) El tarambana de Fernandito es el que a ti te preocupa.
Elvira.— Papá, no es un tarambana… Si vieras qué bien habla…
Don Manuel.— Un tarambana. Eso sabrá hacer él…, hablar. Pero no tiene donde caerse muerto. Hazme
caso, hija; tú te mereces otra cosa.
Elvira.— (En el rellano ya, da pueriles pataditas.) No quiero que hables así de él. Ya verás cómo llega muy
lejos. ¡Qué importa que no tenga dinero! ¿Para qué quiere mi papaíto un yerno rico?
Don Manuel.—¡Hija!
Elvira.— Escucha: te voy a pedir un favor muy grande.
Don Manuel.— Hija mía, algunas veces no me respetas nada.
Elvira.— Pero te quiero, que es mucho mejor. ¿Me harás ese favor?
Don Manuel.— Depende…
Elvira.— ¡Nada! Me lo harás.
Don Manuel.— ¿De qué se trata?
Elvira.— Es muy fácil, papá. Tú lo que necesitas no es un yerno rico, sino un muchacho emprendedor que
lleve adelante el negocio. Pues sacas a Fernando de la papelería y le colocas, ¡con un buen sueldo!, en tu
agencia. (Pausa.) ¿Concedido?
Don Manuel.— Pero, Elvira, ¿y si Fernando no quiere? Además…
Elvira.— ¡Nada! (Tapándose los oídos.) ¡Sorda!
Don Manuel.— ¡Niña, que soy tu padre!
Elvira.— ¡Sorda!
Don Manuel.—(Quitándole las manos de los oídos.) Ese Fernando os tiene sorbido el seso a todas porque es
el chico más guapo de la casa. Pero no me fío de el. Suponte que no te hiciera caso…
Elvira.— Haz tu parte, que de eso me encargo yo…
Don Manuel.— ¡Niña!
(Ella rompe a reír. Coge del brazo a su padre y le lleva, entre mimos, al lateral izquierdo. Bajan. Una
pausa. Trini, una joven de aspecto simpático— sale del III con una botella en la mano atendiendo a la
voz de Paca.)
Paca.— (Desde dentro.) ¡Qué lo compres tinto! Que ya sabes que a tu padre no le gusta el blanco.
Trini.— Bueno, madre.
(Cierra y se dirige a la escalera. Generosa sale del I, con otra botella.)
Generosa.— ¡Hola, Trini!
Trini.— Buenos, señora Generosa. ¿Por el vino?
(Bajan juntas.)
Generosa.— Sí. Y a la lechería.
Trini.— ¿Y Carmina?
Generosa.— Aviando la casa.
Trini.— ¿Ha visto usted la subida de la luz?
Generosa.— ¡Calla, hija! ¡No me digas! Si no fuera más que la luz… ¿Y la leche? ¿Y las patatas?
Trini.— (Confidencial.) ¿Sabe usted que doña Asunción no podía pagar hoy al Cobrador?
Generosa.— ¿De veras?
Trini.— Eso dice mi madre, que estuvo escuchando. Se lo pagó don Manuel. Como la niña está loca por
Fernandito…
Generosa.— Ese gandulazo es muy simpático.
Trini.— Y Elvirita una lagartona.
Generosa.— No. Una niña consentida…
Trini.— No. Una lagartona…
(Bajan charlando. Pausa. Carmina sale del I. Es una preciosa muchacha de aire sencillo y pobremente
vestida. Lleva un delantal y una lechera en la mano.)
Carmina.— (Mirando por el hueco de la escalera.) ¡Madre! ¡Qué se le olvida la cacharra! ¡Madre!
(Con un gesto de contrariedad se despoja del delantal, lo echa adentro y cierra. Baja por el tramo
mientras se abre el IV suavemente y aparece Fernando, que la mira y cierra la puerta sin ruido. Ella
baja apresurada, sin verle, y sale de escena. El se apoya en la barandilla y sigue con la vista la bajada
de la muchacha por la escalera. Fernando es, en efecto, un muchacho muy guapo. Viste pantalón de
luto y está en mangas de camisa. El IV vuelve a abrirse. Doña Asunción espía a su hijo.)
Doña Asunción.— ¿Qué haces?
Fernando.— (Desabrido.) Ya lo ves.
Doña Asunción.—(Sumisa.) ¿Estás enfadado?
Fernando.— No.
Doña Asunción.— ¿Te ha pasado algo en la papelería?
Fernando.— No.
Doña Asunción.— ¿Por qué no has ido hoy?
Fernando.— Porque no.
(Pausa.)
Doña Asunción.— ¿Te he dicho que padre de Elvira nos ha pagado el recibo de la luz?
Fernando.— (Volviéndose hacia su madre.) ¡Sí! ¡Ya me lo has dicho! (Yendo hacia ella.) ¡Déjame en paz!
Doña Asunción.— ¡Hijo!
Fernando.— ¡Qué inoportunidad! ¡Pareces disfrutar recordándome nuestra pobreza!
Doña Asunción.— ¡Pero, hijo!
Fernando.— (Empujándola y cerrando de golpe.) ¡Anda, anda para adentro!
(Con un suspiro de disgusto, vuelve a recostarse en el pasamanos. Pausa. Urbano llega al primer
rellano. Viste traje azul mahón. Es un muchacho fuerte y moreno, de fisonomía ruda, pero expresiva:
un proletario. Fernando lo mira avanzar en silencio. Urbano comienza a subir la escalera y se detiene
al verle.)
Urbano.— ¡Hola! ¿Qué haces ahí?
Fernando.— Hola, Urbano. Nada.
Urbano.— Tienes cara de enfado.
Fernando.— No es nada.
Urbano.— Baja al «casinillo». (Señalando el hueco de la ventana.) Te invito a un cigarro. (Pausa.) ¡Baja,
hombre! (Fernando empieza a bajar sin prisa.) Algo te pasa. (Sacando la petaca.) ¿No se puede saber?
Fernando.— (Que ha llegado.) Nada, lo de siempre… (Se recuestan en la pared del «casinillo». Mientras
hacen los pitillos.) ¡Qué estoy harto de todo esto!
Urbano.— (Riendo.) Eso es ya muy viejo. Creí que te ocurría algo.
Fernando.— Puedes reírte. Pero te aseguro que no sé cómo aguanto. (Breve pausa.) En fin, ¡para qué
hablar! ¿Qué hay por tu fábrica?
Urbano.— ¡Muchas cosas! Desde la última huelga de metalúrgicos la gente se sindica a toda prisa. A ver
cuándo nos imitáis los dependientes.
Fernando.— No me interesan esas cosas.
Urbano.— Porque eres tonto. No sé de qué te sirve tanta lectura.
Fernando.— ¿Me quieres decir lo que sacáis en limpio de esos líos?
Urbano.— Fernando, eres un desgraciado. Y lo peor es que no lo sabes. Los pobres diablos como nosotros
nunca lograremos mejorar de vida sin la ayuda mutua. Y eso es el sindicato. ¡Solidaridad! Ésa es
nuestra palabra. Y sería la tuya si te dieses cuenta de que no eres más que un triste hortera. ¡Pero como
te crees un marqués!
Fernando.— No me creo nada. Sólo quiero subir. ¿Comprendes? ¡Subir! Y dejar toda esta sordidez en que
vivimos.
Urbano.— Y a los demás que los parta un rayo.
Fernando.— ¿Qué tengo yo que ver con los demás? Nadie hace nada por nadie. Y vosotros os metéis en el
sindicato porque no tenéis arranque para subir solos. Pero ese no es camino para mí. Yo sé que puedo
subir y subiré solo.
Urbano.— ¿Se puede uno reír?
Fernando.— Haz lo que te de la gana.
Urbano.— (Sonriendo.) Escucha, papanatas. Para subir solo, como dices, tendrías que trabajar todos los
días diez horas en la papelería; no podrías faltar nunca, como has hecho hoy…
Fernando.— ¿Cómo lo sabes?
Urbano.— ¡Porque lo dice tu cara, simple! Y déjame continuar. No podrías tumbarte a hacer versitos ni a
pensar en las musarañas; buscarías trabajos particulares para redondear el presupuesto y te acostarías a
las tres de la mañana contento de ahorrar sueño y dinero. Porque tendrías que ahorrar, ahorrar como una
urraca; quitándolo de la comida, del vestido, del tabaco… Y cuando llevases un montón de años
haciendo eso, y ensayando negocios y buscando caminos, acabarías por verte solicitando cualquier
miserable empleo para no morirte de hambre… No tienes tú madera para esa vida.
Fernando.— Ya lo veremos. Desde mañana mismo…
Urbano.— (Riendo.) Siempre es desde mañana. ¿Por qué no lo has hecho desde ayer, o desde hace un mes?
(Breve pausa.) Porque no puedes. Porque eres un soñador. ¡Y un gandul! (Fernando le mira lívido,
conteniéndose, y hace un movimiento para marcharse.) ¡Espera, hombre! No te enfades. Todo esto te lo
digo como un amigo.
(Pausa.)
Fernando.— (Más calmado y levemente despreciativo.) ¿Sabes lo que te digo? Que el tiempo lo dirá todo.
Y que te emplazo. (Urbano le mira.) Sí, te emplazo para dentro de… diez años, por ejemplo. Veremos,
para entonces, quién ha llegado más lejos; si tú con tu sindicato o yo con mis proyectos.
Urbano.— Ya sé que yo no llegaré muy lejos; y tampoco tú llegarás. Si yo llego, llegaremos todos. Pero lo
más fácil es que dentro de diez años sigamos subiendo esta escalera y fumando en este «casinillo».
Fernando.— Yo, no. (Pausa.) Aunque quizá no sean muchos diez años…
(Pausa)
Urbano.— (Riendo.) ¡Vamos! Parece que no estás muy seguro.
Fernando.— No es eso, Urbano. ¡Es que le tengo miedo al tiempo! Es lo que más me hace sufrir. Ver cómo
pasan los días, y los años…, sin que nada cambie. Ayer mismo éramos tú y yo dos críos que veníamos a
fumar aquí, a escondidas, los primeros pitillos… ¡Y hace ya diez años! Hemos crecido sin darnos
cuenta, subiendo y bajando la escalera, rodeados siempre de los padres, que no nos entienden; de
vecinos que murmuran de nosotros y de quienes murmuramos… Buscando mil recursos y soportando
humillaciones para poder pagar la casa, la luz… y las patatas. (Pausa.) Y mañana, o dentro de diez años
que pueden pasar como un día, como han pasado estos últimos…, ¡sería terrible seguir así! Subiendo y
bajando la escalera, una escalera que no conduce a ningún sitio; haciendo trampas en el contador,
aborreciendo el trabajo… perdiendo día tras día… (Pausa.) Por eso es preciso cortar por lo sano.
Urbano.— ¿Y qué vas a hacer?
Fernando.— No lo sé. Pero ya haré algo.
Urbano.— ¿Y quieres hacerlo solo?
Fernando.— Solo.
Urbano.— ¿Completamente?
(Pausa.)
Fernando.— Claro.
Urbano.— Pues te voy a dar un consejo. Aunque no lo creas, siempre necesitamos de los demás. No podrás
luchar solo sin cansarte.
Fernando.— ¿Me vas a volver a hablar del sindicato?
Urbano.— No. Quiero decirte que, si verdaderamente vas a luchar, para evitar el desaliento necesitarás…
(Se detiene.)
Fernando.— ¿Qué?
Urbano.— Una mujer.
Fernando.— Ése no es problema. Ya sabes que…
Urbano.— Ya sé que eres un buen mozo con muchos éxitos. Y eso te perjudica; eres demasiado buen mozo.
Lo que te hace falta es dejar todos esos noviazgos y enamorarte de verdad. (Pausa.) Hace tiempo que no
hablamos de estas cosas… Antes, si a ti o a mí nos gustaba Fulanita, nos lo decíamos en seguida.
(Pausa.) ¿No hay nada serio ahora?
Fernando.— (Reservado) Pudiera ser.
Urbano.— No se tratará de mi hermana, ¿verdad?
Fernando.— ¿De tu hermana? ¿De cuál?
Urbano.— De Trini.
Fernando.— No, no.
Urbano.— Pues de Rosita, ni hablar.
Fernando.— Ni hablar.
(Pausa.)
Urbano.— Porque la hija de la señora Generosa no creo que te haya llamado la atención… (Pausa. Le mira
de reojo, con ansiedad.) ¿O es ella? ¿Es Carmina?
(Pausa.)
Fernando.— No.
Urbano.— (Ríe y le palmotea la espalda.) ¡Está bien, hombre! ¡No busco más! Ya me lo dirás cuando
quieras. ¿Otro cigarrillo?
Fernando.— No. (Pausa breve.) Alguien sube.
(Miran hacia el hueco.)
Urbano.— Es mi hermana.
(Aparece Rosa, que es una mujer joven, guapa y provocativa. Al pasar junto a ellos los saluda
despectivamente, sin detenerse, y comienza a subir el tramo.)
Rosa.— Hola, chicos.
Fernando.— Hola, Rosita.
Urbano.— ¿Ya has pindongueado bastante?
Rosa.— (Parándose.) ¡Yo no pindongueo! Y, además, no te importa.
Urbano.— ¡Un día de éstos le voy a romper las muelas a alguien!
Rosa.— ¡Qué valiente! Cuídate tú la dentadura por si acaso.
(Sube. Urbano se queda estupefacto por su descaro. Fernando ríe y le llama a su lado. Antes de llamar
Rosa en el III se abre el I y sale Pepe. El hermano de Carmina ronda ya los treinta años y es un
granuja achulado y presuntuoso. Ella se vuelve y se contemplan, muy satisfechos. Él va a hablar, pero
ella le hace señas de que se calle y le señala el «casinillo», donde se encuentran los dos muchachos
ocultos para él. Pepe la invita por señas a bailar para después y ella asiente sin disimular su alegría.
En esta expresiva mímica los sorprende Paca, que abre de improvisto.)
Paca.— ¡Bonita representación! (Furiosa, zarandea a su hija.) ¡Adentro, condenada! ¡Ya te daré yo
diversiones!
(Fernando y Urbano se asoman.)
Rosa.— ¡No me empuje! ¡Usted no tiene derecho a maltratarme!
Paca.— ¿Qué no tengo derecho?
Rosa.— ¡No, señora! ¡Soy mayor de edad!
Paca.— ¿Y quién te mantiene? ¡Golfa, más que golfa!
Rosa.— ¡No insulte!
Paca.— (Metiéndola de un empellón.) ¡Anda para adentro! (A Pepe, que optó desde el principio por bajar
un par de peldaños.) ¡Y tú, chulo indecente! ¡Si te vuelvo a ver con mi niña te abro la cabeza de un
sartenazo! ¡Cómo me llamo Paca!
Pepe.— Ya será menos.
Paca.— ¡Aire! ¡Aire! ¡A escupir a la calle!
(Cierra con ímpetu. Pepe baja sonriendo con suficiencia. Va a pasar de largo, pero Urbano le detiene
por la manga.)
Urbano.— No tengas tanta prisa.
Pepe.— (Volviéndose con saña.) ¡Muy bien! ¡Dos contra uno!
Fernando.— (Presuroso.) No, no, Pepe. (Con sonrisa servil.) Yo no intervengo; no es asunto mío.
Urbano.— No. Es mío.
Pepe.— Bueno, suelta. ¿Qué quieres?
Urbano.—(Reprimiendo su ira y sin soltarle.) Decirte nada más que si la tonta de mi hermana no te conoce,
yo sí. Que si ella no quiere creer que has estado viviendo de la Luisa y de la Pili después de lanzarlas a
la vida, yo sé que es cierto. ¡Y que como vuelva a verte con Rosa, te juro, por tu madre, que te tiro por
el hueco de la escalera! (Lo suelta con violencia.) Puedes largarte.
(Le vuelve la espalda.)
Pepe.— Será si quiero. ¡Estos mocosos! (Alisándose la manga.) ¡Qué no levantan dos palmos del suelo y
quieren medirse con hombres! Si no mirara…
(Urbano no le hace caso. Fernando interviene, aplacador.)
Fernando.— Déjalo, Pepe. No te… alteres. Mejor es que te marches.
Pepe.— Sí. Mejor será. (Inicia la marcha y se vuelve.) El mocoso indecente, que cree que me va a meter
miedo a mí… (Baja protestando.) Un día me voy a liar a mamporros y le demostraré lo que es un
hombre…
Fernando.— No sé por qué te gusta tanto chillar y amenazar.
Urbano.— (Seco.) Eso va en gustos. Tampoco me agrada a mí que te muestres tan amable con un
sinvergüenza como ése.
Fernando.— Prefiero eso a lanzar amenazas que luego no se cumplen.
Urbano.— ¿Qué no se cumplen?
Fernando.— ¡Qué van a cumplirse! Cualquier día tiras tú a nadie por el hueco de la escalera. ¿Todavía no
te has dado cuenta de que eres un ser inofensivo?
(Pausa.)
Urbano.— ¡No sé cómo nos las arreglamos tú y yo para discutir siempre! Me voy a comer. Abur.
Fernando.—(Contento por su pequeña revancha.) ¡Hasta luego, sindicalista!
(Urbano sube y llama al III. Paca abre.)
Paca.— Hola, hijo. ¿Traes hambre?
Urbano.— ¡Más que un lobo!
(Entra y cierra. Fernando se recuesta en la barandilla y mira por el hueco. Con un repentino gesto de
desagrado se retira al «casinillo» y mira por la ventana, fingiendo distracción. Pausa. Don Manuel y
Elvira suben. Ella aprieta el brazo de su padre en cuanto ve a Fernando. Se detienen un momento;
luego continúan.)
Don Manuel.— (Mirando socarronamente a Elvira, que está muy turbada.) Adiós, Fernandito.
Fernando.— (Se vuelve con desgana. Sin mirar a Elvira.) Buenos días.
Don Manuel.— ¿De vuelta del trabajo?
Fernando.— (Vacilante.) Sí, señor.
Don Manuel.— Está bien, hombre. (Intenta seguir, pero Elvira lo retiene tenazmente, indicándole que
hable ahora a Fernando. A regañadientes, termina el padre por acceder.) Un día de estos tengo que
decirle unas cosillas.
Fernando.— Cuando usted disponga.
Don Manuel.— Bien, bien. No hay prisa; ya le avisaré. Hasta luego. Recuerdos a su madre.
Fernando.— Muchas gracias. Ustedes sigan bien. (Suben. Elvira se vuelve con frecuencia para mirarle. Él
está de espaldas. Don Manuel abre el II con su llave y entran. Fernando hace un mal gesto y se apoya
en el pasamanos. Pausa. Generosa sube. Fernando la saluda muy sonriente.) Buenos días.
Generosa.— Hola, hijo. ¿Quieres comer?
Fernando.— Gracias, que aproveche. ¿Y el señor Gregorio?
Generosa.— Muy disgustado, hijo. Como lo retiran por la edad… Y es lo que él dice: «¿De qué sirve que
un hombre se deje los huesos conduciendo un tranvía durante cincuenta años, si luego le ponen en la
calle?». Y si le dieran un buen retiro… Pero es una miseria, hijo; una miseria. ¡Y a mi Pepe no hay
quien lo encarrile! (Pausa.) ¡Qué vida! No sé cómo vamos a salir adelante.
Fernando.— Lleva usted razón. Menos mal que Carmina…
Generosa.— Carmina es nuestra única alegría. Es buena, trabajadora, limpia… Si mi Pepe fuese como
ella…
Fernando.— No me haga mucho caso, pero creo que Carmina la buscaba antes.
Generosa.— Sí. Es que se me había olvidado la cacharra de la leche. Ya la he visto. Ahora sube ella. Hasta
luego, hijo.
Fernando.— Hasta luego.
(Generosa sube, abre su puerta y entra. Pausa. Elvira sale sin hacer ruido al descansillo, dejando su
puerta entornada. Se apoya en la barandilla. Él finge no verla. Ella le llama por encima del hueco.)
Elvira.— Fernando.
Fernando.— ¡Hola!
Elvira.— ¿Podrías acompañarme hoy a comprar un libro? Tengo que hacer un regalo y he pensado que tú
me ayudarías muy bien a escoger.
Fernando.— No sé si podré.
(Pausa.)
Elvira.— Procúralo, por favor. Sin ti no sabré hacerlo. Y tengo que darlo mañana.
Fernando.— A pesar de eso no puedo prometerte nada. (Ella hace un gesto de contrariedad.) Mejor dicho:
casi seguro que no podrás contar conmigo.
(Sigue mirando por el hueco.)
Elvira.— (Molesta y sonriente.) ¡Qué caro te cotizas! (Pausa.) Mírame un poco, por lo menos. No creo que
cueste mucho trabajo mirarme… (Pausa.) ¿Eh?
Fernando.— (Levantando la vista.) ¿Qué?
Elvira.— Pero ¿no me escuchabas? ¿O es que no quieres enterarte de lo que te digo?
Fernando.— (Volviéndole la espalda.) Déjame en paz.
Elvira.— (Resentida). ¡Ah! ¡Qué poco te cuesta humillar a los demás! ¡Es muy fácil… y muy cruel humillar
a los demás! Te aprovechas de que te estiman demasiado para devolverte la humillación…, pero podría
hacerse…
Fernando.— (Volviéndose furioso.) ¡Explica eso!
Elvira.— Es muy fácil presumir y despreciar a quien nos quiere, a quien está dispuesto a ayudarnos… A
quien nos ayuda ya… Es muy fácil olvidar esas ayudas…
Fernando.— (Iracundo.) ¿Cómo te atreves a echarme en cara tu propia ordinariez? ¡No puedo sufrirte!
¡Vete!
Elvira.— (Arrepentida.) ¡Fernando, perdóname, por Dios! Es que…
Fernando.— ¡Vete! ¡No puedo soportarte! No puedo resistir vuestros favores ni vuestra estupidez. ¡Vete!
(Ella ha ido retrocediendo muy afectada. Se entra, llorosa y sin poder reprimir apenas sus nervios.
Fernando, muy alterado también, saca un cigarrillo. Al tiempo de tirar la cerilla.) ¡Qué vergüenza!
(Se vuelve al «casinillo». Pausa. Paca sale de su casa y llama en el I. Generosa abre.)
Paca.— A ver si me podía usted dar un poco de sal.
Generosa.— ¿De mesa o de la gorda?
Paca.— De la gorda. Es para el guisado. (Generosa se mete. Paca, alzando la voz.) Un puñadito nada
más… (Generosa vuelve con un papelillo.) Gracias, mujer.
Generosa.— De nada.
Paca.— ¿Cuánta luz ha pagado este mes?
Generosa.— Dos sesenta. ¡Un disparate! Y eso que procuro encender lo menos posible… Pero nunca
consigo quedarme en las dos pesetas.
Paca.— No se queje. Yo he pagado cuatro diez.
Generosa.— Ustedes tienen una habitación más y son más que nosotros.
Paca.— ¡Y qué! Mi alcoba no la enciendo nunca. Juan y yo nos acostamos a oscuras. A nuestra edad, para
lo que hay que ver…
Generosa.— ¡Jesús!
Paca.— ¿He dicho algo malo?
Generosa.— (Riendo débilmente.) No, mujer; pero… ¡qué boca, Paca!
Paca.— ¿Y para qué sirve la boca, digo yo? Pues para usarla.
Generosa.— Para usarla bien, mujer.
Paca.— No he insultado a nadie.
Generosa.— Aun así…
Paca.— Mire, Generosa: usted tiene muy poco arranque. ¡Eso es! No se atreve ni a murmurar.
Generosa.— ¡El Señor me perdone! Aún murmuro demasiado.
Paca.— ¡Si es la sal de la vida! (Con misterio.) A propósito: ¿sabe usted que don Manuel le ha pagado la luz
a doña Asunción?
(Fernando, con creciente expresión de disgusto, no pierde palabra.)
Generosa.— Ya me lo ha dicho Trini.
Paca.— ¡Vaya con Trini! ¡Ya podía haberse tragado la lengua! (Cambiando el tono.) Y, para mí, que fue
Elvirita quien se lo pidió a su padre.
Generosa.— No es la primera vez que les hacen favores de ésos.
Paca.— Pero quien lo provocó, en realidad, fue doña Asunción.
Generosa.— ¿Ella?
Paca.— ¡Pues claro! (Imitando la voz.) «Lo siento, cobrador, no puedo ahora. ¡Buenos días, don Manuel!
¡Dios mío, cobrador, si no puedo! ¡Hola, Elvirita, qué guapa estás!» ¡A ver si no lo estaba pidiendo
descaradamente!
Generosa.— Es usted muy mal pensada.
Paca.— ¿Mal pensada? ¡Si yo no lo censuro! ¿Qué va a hacer una mujer como ésa, con setenta y cinco
pesetas de pensión y un hijo que no da golpe?
Generosa.— Fernando trabaja.
Paca.— ¿Y qué gana? ¡Una miseria! Entre el carbón, la comida y la casa se les va todo. Además, que le
descuentan muchos días de sueldo. Y puede que lo echen de la papelería.
Generosa.— ¡Pobre chico! ¿Por qué?
Paca.— Porque no va nunca. Para mí que ése lo que busca es pescar a Elvirita… y los cuartos de su padre.
Generosa.— ¿No será al revés?
Paca.— ¡Qué va! Es que ese niño sabe mucha táctica se hace querer. ¡Cómo es tan guapo! Porque lo es; eso
no hay que negárselo.
Generosa.— (Se asoma al hueco de la escalera y vuelve.) Y Carmina sin venir… Oiga, Paca: ¿es verdad
que don Manuel tiene dinero?
Paca.— Mujer, ya sabe usted que era oficinista. Pero con la agencia esa que ha montado se está forrando el
riñón. Como tiene tantas relaciones y sabe tanta triquiñuela…
Generosa.— Y una agencia, ¿qué es?
Paca.— Un sacaperras. Para sacar permisos, certificados… ¡Negocios! Bueno, y me voy, que se hace tarde.
(Inicia la marcha y se detiene.) ¿Y el señor Gregorio, cómo va?
Generosa.— Muy disgustado, el pobre. Como lo retiran por la edad… Y es lo que él dice: «¿De qué sirve
que un hombre se deje los huesos durante cincuenta años conduciendo un tranvía, si luego le ponen en
la calle?». Y el retiro es una miseria, Paca. Ya lo sabe usted. ¡Qué vida, Dios mío! No sé cómo vamos a
salir adelante. Y mi Pepe, que no ayuda nada…
Paca.— Su Pepe es un granuja. Perdone que se lo diga, pero usted ya lo sabe. Ya le he dicho antes que no
quiero volver a verle con mi Rosa.
Generosa.— (Humillada.) Lleva usted razón. ¡Pobre hijo mío!
Paca.— ¿Pobre? Como Rosita. Otra que tal. A mí no me duelen prendas. ¡Pobres de nosotras, Generosa,
pobres de nosotras! ¿Qué hemos hecho para este castigo? ¿Lo sabe usted?
Generosa.— Como no sea sufrir por ellos…
Paca.— Eso. Sufrir y nada más. ¡Qué asco de vida! Hasta luego, Generosa. Y gracias.
Generosa.— Hasta luego.
(Ambas se meten y cierran. Fernando, abrumado, llega a recostarse en la barandilla. Pausa.
Repentinamente se endereza y espera, de cara al público. Carmina sube con la cacharro. Sus miradas
se cruzan. Ella intenta pasar, con los ojos bajos. Fernando la detiene por un brazo.)
Fernando.— Carmina.
Carmina.— Déjeme…
Fernando.— No, Carmina. Me huyes constantemente y esta vez tienes que escucharme.
Carmina.— Por favor. Fernando… ¡Suélteme!
Fernando.— Cuando éramos chicos nos tuteábamos… ¿Por qué no me tuteas ahora? (Pausa.) ¿Ya no te
acuerdas de aquel tiempo? Yo era tu novio y tú eras mi novia… Mi novia… Y nos sentábamos aquí
(Señalando a los peldaños), en ese escalón, cansados de jugar…, a seguir jugando a los novios.
Carmina.— Cállese.
Fernando.— Entonces me tuteabas y… me querías.
Carmina.— Era una niña… Ya no me acuerdo.
Fernando.— Eras una mujercita preciosa. Y sigues siéndolo. Y no puedes haber olvidado. ¡Yo no he
olvidado! Carmina, aquel tiempo es el único recuerdo maravilloso que conservo en medio de la sordidez
en que vivimos. Y quería decirte… que siempre… has sido para mí lo que eras antes.
Carmina.— ¡No te burles de mí!
Fernando.— ¡Te lo juro!
Carmina.— ¿Y todas… ésas con quien has paseado y… que has besado?
Fernando.— Tienes razón. Comprendo que no me creas. Pero un hombre… Es muy difícil de explicar. A ti,
precisamente, no podía hablarte…, ni besarte… ¡Porque te quería, te quería y te quiero!
Carmina.— No puedo creerte.
(Intenta marcharse.)
Fernando.— No, no. Te lo suplico. No te marches. Es preciso que me oigas… y que me creas. Ven. (La
lleva al primer peldaño.) Como entonces.
(Con un ligero forcejeo la obliga a sentarse contra la pared y se sienta a su lado. Le quita la lechera y
la deja junto a él. Le coge una mano.)
Carmina.— ¡Si nos ven!
Fernando.— ¡Qué nos importa! Carmina, por favor, créeme. No puedo vivir sin ti. Estoy desesperado. Me
ahoga la ordinariez que nos rodea. Necesito que me quieras y que me consueles. Si no me ayudas, no
podré salir adelante.
Carmina.— ¿Por qué no se lo pides a Elvira?
(Pausa. Él la mira, excitado y alegre.)
Fernando.— ¡Me quieres! ¡Lo sabía! ¡Tenías que quererme! (Le levanta la cabeza. Ella sonríe
involuntariamente.) ¡Carmina, mi Carmina!
(Va a besarla, pero ella le detiene.)
Carmina.— ¿Y Elvira?
Fernando.— ¡La detesto! Quiere cazarme con su dinero. ¡No la puedo ver!
Carmina.— (Con una risita.) ¡Yo tampoco!
(Ríen, felices.)
Fernando.— Ahora tendría que preguntarte yo: ¿Y Urbano?
Carmina.— ¡Es un buen chico! ¡Yo estoy loca por él! (Fernando se enfurruña.) ¡Tonto!
Fernando.— (Abrazándola por el talle.) Carmina, desde mañana voy a trabajar de firme por ti. Quiero salir
de esta pobreza, de este sucio ambiente. Salir y sacarte a ti. Dejar para siempre los chismorreos, las
broncas entre vecinos… Acabar con la angustia del dinero escaso, de los favores que abochornan como
una bofetada, de los padres que nos abruman con su torpeza y su cariño servil, irracional…
Carmina.— (Reprensiva.) ¡Fernando!
Fernando.— Sí. Acabar con todo esto. ¡Ayúdame tú! Escucha: voy a estudiar mucho, ¿sabes? Mucho.
Primero me haré delineante. ¡Eso es fácil! En un año… Como para entonces ya ganaré bastante,
estudiaré para aparejador. Tres años. Dentro de cuatro años seré un aparejador solicitado por todos los
arquitectos. Ganaré mucho dinero. Por entonces tú serás ya mi mujercita, y viviremos en otro barrio, en
un pisito limpio y tranquilo. Yo seguiré estudiando. ¿Quién sabe? Puede que para entonces me haga
ingeniero. Y como una cosa no es incompatible con la otra, publicaré un libro de poesías, un libro que
tendrá mucho éxito…
Carmina.— (Que le ha escuchado extasiada.) ¡Qué felices seremos!
Fernando.— ¡Carmina!
(Se inclina para besarla y da un golpe con el pie a la lechera, que se derrama estrepitosamente.
Temblorosos, se levantan los dos y miran, asombrados, la gran mancha blanca en el suelo.)TELÓN
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HISTORIA DE UNA ESCALERA• Antonio Buero Vallejo
Ficção AdolescenteLectura obligatoria de selectivad