Epifanía: Musa

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Frenó en seco, con brusquedad. Con su mano derecha levantó su patineta y la dejó entre las bicicletas y monopatines vagamente asegurada.

Se adentró en el lugar, con los audífonos bien puestos y arreglándose la ropa. Observó el lugar con sumo detenimiento, como rutinariamente solía hacerlo, y tomó asiento en una de las sillas más alejadas del lugar, en una esquina. Dejó su morral allí y se dirigió a las estanterías repletas de historias, sentimientos, fantasías, misterios y demonios. Tomó un libro que captó su atención por completo: poesía, poetas variados. La poesía ha sido uno de sus más grandes y amores en la vida, desde la mocedad. Le fascinaba tanto la simplicidad y pureza que podía contener camufladas en la complejidad de esas letras que calaban en lo más profundo del alma y del ser para nunca volver a salir de allí, y admiraba la forma tan preciosa en como sus exponentes dejaban sangrar sus más dolorosas heridas y lograban plasmar sus ideales en versos. Era simplemente inenarrable todo lo que la poesía lograba mover en si, en su solitario ser.

Terminó de leer en un santiamén, pero se quedó vagando con la mirada, como de costumbre, analizando cada cosa que pasaba, cada movimiento; cada persona, su comportamiento; cada color, cada detalle. Finalmente su mirada se posó en un joven muchacho que leía sin distracción alguno en frente suyo. Reflejaba mucha calma con la fineza y delicadeza de sus rasgos, inspiraba juventud, viveza y comprensión, a pesar de tener un par de oscuras y pesarosas ojeras que descansaban bajo sus filosos ojos. Dejó el libro que tenía aún en mano en una esquina de la mesa y de su morral sacó minuciosamente un cuadernillo y un par de bolígrafos, uno rojo y uno azul. Los colocó en una perfecta alineación sobre la mesa, y en completo silencio acomodó la silla donde permanecía sentado. Tomó el lapicero azul y comenzó a trazar en aquel cuadernillo. El ambiente era cómodo, realmente ameno: luces amarillentas y escasas repartidas por todo el establecimiento; la oscuridad de la noche asomándose por la ventana; el olor de cientos de libros, algunos viejos, otros nuevos y un par ya deteriorados por el polvo que albergaban; música sonando en sus audífonos; y personas tranquilas rodándole, sin provocar estallidos con su presencia. Terminó su dibujo y lleno de orgullo y satisfacción lo observó por un par de segundos, posterior a esto cerró el cuadernillo, lo guardó junto al par de bolígrafos que reposaban sobre la mesa y puso todo en el lugar donde correspondían. Salió de la biblioteca, encontrándose nuevamente cara a cara con la realidad: la calle, aquel lugar donde los problemas te asechaban, donde las personas corrían de un lado a otro con desesperanza y estrés, provocando un molesto bullicio. Tomó su patineta, suspiró y se perdió entre la multitud, perdiéndose en ese lugar que tanto odiaba.

Perenne; RelatosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora