II

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Con semblante de entera preocupación, Ambrose Spellman se disponía a limpiar con un algodón húmedo los residuos de sangre fresca de una de las comisuras de Harvey, mientras Prudence se encargaba de hablar con Nicholas en el extremo opuesto del salón.

Tanto Calibán como la doble de Sabrina habían abandonado la fiesta al término de la pelea. Calibán y Nicholas habían salido bien librados y sin un sólo rasguño, solo Harvey se había roto el labio en un burdo y ridículo intento por frenarles.

Un hechizo de Calibán y había salido despedido hacia la mesa de los aperitivos. Aquello había terminado por sulfurar el escaso autocontrol de Nicholas, y de no haber sido por la rápida intervención del dúo de hechiceros, la pelea se habría prolongado indefinidamente, o hasta la llegada del señor oscuro.

Pese al incidente, la fiesta continuaba. La música no había dejado de tocar, y se había reemplazado prontamente el inmobiliario dañado mediante conjuros. Solo restaba atender al par de alteradores del orden, aunque Ambrose estaba convencido de que la culpa recaía única y expresamente en el joven brujo.

Y no se equivocaba.

—Asi que, ¿Piensas decirme que fue exactamente lo que sucedió?— inquirió Ambrose, entregandole una compresa a Harvey, quien, a su vez, no dejaba de dirigir miradas curiosas hacia el lado opuesto de las gradas. Tenía el labio roto y la suave sombra de un cardenal floreciendo en su pómulo derecho.

Tras largos segundos de silencio, Ambrose inspiró profundamente.

—Exceso de testosterona— murmuró con la mirada fija en Nicholas—. Desde que murió mi prima, no deja de causar alborotos. De verdad lo lamento, Harvey.

El susodicho apenas si pudo parpadear ante la disculpa, sintiéndose más bien mortificado luego de que Prudence señalara en su dirección para seguir riñendo a un enfadado Nicholas, quien, al virarse hacia Harvey y reparar en sus heridas, presionó con fuerza los puños antes de decidirse a abandonar el recinto, hecho una furia.

*

Una hora más tarde, el ambiente se había animado aún más. Por la barra del salón se repartían tragos de todo tipo de pócimas y mejunjes mezclados con alcohol que Harvey no se atrevió a probar siquiera.

Había pasado buena parte de la velada junto a Ambrose y Prudence, pero sabía que pronto debía regresar a su casa. Solo retrasaba su retorno a un hogar donde no sería recibido por una amorosa madre. Un lugar tan frío y meláncolico, privado de todo afecto y cariño que, el mismo infierno era preferible y hasta ameno. Haber pérdido a Tommy y a Sabrina había sido aún más devastador que el hecho de tener que compartir techo con un padre que no lo quería y que, al minímo yerro, se encargaba de exhibir todos sus defectos y compararlo con su difunto hermano.

En casa no le esperaba nada, más allá de una segura reprimenda de parte de su alcoholico padre.

La partida de Nicholas había acabado con el poco buen humor que le quedaba, asi que optó por subir a las gradas para ver el baile desde arriba, deseoso por neutralizar la molestia de encontrarse solo.

Nada más tomar asiento, Harvey experimentó un extraño y ligero ardor en el labio, y un escozor aún mayor en la mejilla.

Al bajar la mirada hacia la pista de baile, su pecho se agitó en una sensación de lo más insólita al ver a Nicholas de pie a mitad del salón, con sus oscuros y enigmaticos irises puestos en él. Acababa de cesar con los murmullos y había bajado discretamente el brazo al saberse observado.

Cuando Harvey deslizó el índice por su comisura rota, notó que el dolor había desaparecido por completo.

¿Por qué?

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