One shot.

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Haber conseguido reunir a cuatro individuos con habilidades innatas en el arte del escapismo, la hipnosis, el entretenimiento y el ilusionismo, había sido una proeza insignificante comparada con los meses que tuvo que invertir en instruirles y capacitarles para la resolución de casos que la policía no se dignaba a tomar, ya fuera por los sobornos y amenazas que emitían las millonarias empresas, o debido a la complejidad que envolvía a los corruptos asuntos.

Dylan Rhodes había sido paciente al dirigir y aleccionar a cada uno de sus aprendices.

En apenas cinco meses había conseguido que Henley perfeccionara el modo y tiempo de sus escapismos. El mentalismo de Merrit lo había pulido en dieciséis semanas. Y la puntería de Jack sobresalía certeramente exquisita al cabo de tres meses de rigurosa preparación.

Sin embargo, con su jinete principal (y secretamente favorito), el propósito que rodeaba la disciplina, la constancia, la metodología y la práctica previa a los casos, resultaba a todas luces una labor ardua y extenuante. No porque Daniel no supiera lo que hacía, sino todo lo opuesto. Dominaba tan bien su propio arte que, se había enclaustrado y vanagloriado por meses en su propio mundo de arrogancia y cinismo.

No existían deseos de igualdad en él, sino meras y egoístas ansias de autosuperación.

La paciencia de Dylan había llegado al punto más álgido al cabo de pocos meses, trocandose su zozobra en deseo sin que fuera apenas consciente de ello, pues habiendo pasado más tiempo al lado del atractivo y egocéntrico ilusionista, un día cualquiera se descubrió a sí mismo pensándolo y echando en falta su compañía luego de íntegros y exhaustivos meses de instrucción.

Fue así como empezaron a salir juntos.

El inconveniente principal de Daniel residía en su excesiva confianza, aunada a sus acentuados deseos por controlar las diferentes situaciones y casos que se les presentaban.

Desde que se habían vuelto pareja, el ilusionista, controlador y amante, evadía los elaborados planes previamente designados del agente y anticipados por el ojo para imponer los propios, todo el tiempo rebelandose y poniendo en entredicho sus palabras. Prueba fehaciente de ello era el resultado de la última misión que les había encomendado Dylan.

Aún siendo Daniel el líder del grupo, debía ceñirse al protocolo indicado por el agente, sin embargo, no había sido ni por asomo el caso, pues tras dos horas de finalizado el último espectáculo ofrecido en un ostentoso casino de las vegas, Dylan había sido informado de la captura de los jinetes por miembros activos del FBI.

Con ayuda de la organización del ojo había podido liberar a tres de ellos, era, no obstante, al cuarto y más importante, a quien debía amonestar en privado por haber tergiversado su estratagema al grado de arrastrar a sus compañeros a tan estrámbotico alboroto y posterior arresto.

Cuando, acompañado por la agente de la Interpol, avanzó por el pasillo de la comisaría, permaneció un tiempo observando al ilusionista del otro lado del espejo de visión unilateral que separaba el corredor principal de la sala de interrogatorios.

Daniel mantenía su expresión serena, distante y fría, casi aburrida. Estaba sentado frente a la mesa, esposado a la misma mientras deslizaba las cartas a lo largo de la plancha metálica con el antebrazo, en un rango limitado por la cadena que unía las esposas, emitiendo un molesto y repetitivo tintineo al volverlas todas de un solo movimiento, guiado por su experticia en la baraja.

Al verle, Dylan experimentó en iguales proporciones el deseo por reprenderle, como por besarle. Era esa boca sensual y arrogante la que le ponía de los nervios en todo momento.

Decidió finalmente entrar a la sala, a sabiendas de que disponía de poco tiempo antes de que otro agente se presentara, frustrando toda posibilidad por liberar a su protegido.

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