3

41 2 0
                                    

El camino de regreso a casa se sintió surreal. Es decir, estaba feliz. Sí, lo estaba. Y disfrutaba sentirme así. Como si, por un instante, mi cuerpo recordara lo que era sentirse ligero.

Llegué pasadas las seis. No tenía que ir al trabajo, así que me di una ducha rápida y me acosté para tomar una siesta. Me quedé dormido en cuanto mi cabeza tocó la almohada, como si el cansancio que llevaba acumulado hubiera estado esperando ese momento exacto para derrumbarme.

Mi madre me llamó para la cena y bajé las escaleras con una sonrisa tímida. No era la gran cosa, pero a estas alturas, cualquier gesto que rompiera la monotonía de mi rostro debía ser notable.

Durante la cena, mencioné tu nombre. No sé cómo pasó, pero antes de darme cuenta, estaba hablando de ti. Las palabras salían torpes, como si aún intentara entender cómo lograste ocupar cada rincón de mi mente sin que me diera cuenta. Todos prestaban atención y hacían preguntas. No fue incómodo. No del todo.

Después de la cena, volví a mi habitación. Tenía que terminar una tarea para el día siguiente. Un ensayo sobre La Divina Comedia. Abrí el libro y me obligué a leer las últimas páginas que me faltaban. Pero cuando terminé, lo primero que hice fue tomar un papel en blanco y escribir.

Fue un poema. El primero que te escribí.

No sé por qué lo hice. No había ninguna razón lógica para ello. Solo sucedió. Como si algo en mí necesitara traducirte en palabras, atraparte en versos, entenderte en tinta.

Lo releí tantas veces que las palabras empezaron a perder sentido. Y luego hice lo que mejor sé hacer: lo guardé. Lo doblé con cuidado y lo metí en el cajón del escritorio, junto con otros papeles que nunca tuve el valor de mostrarle a nadie.

Esa noche, mientras intentaba escribir mi ensayo, todo me parecía una distracción. Dante hablaba de infiernos y purgatorios, pero mi mente estaba en otro sitio. En tu risa. En la forma en que la luz de la tarde se reflejaba en tus ojos. En lo fácil que fue hablar contigo.

Apagué la luz y me dejé caer en la cama, deseando poder hablar contigo de nuevo. De hecho, eso fue lo que pedí entre susurros.

Pero el sueño no llegaba. Me daba vueltas en la cama, atrapado en el recuerdo de esa tarde. Quería llamarte, pero refrené el impulso. Porque, ¿qué diría? ¿Que cada vez que cierro los ojos, te veo? ¿Que me gusta cómo mi nombre suena en tu voz?

A la mañana siguiente, me desperté más temprano de lo normal. La luz se filtraba por las cortinas con una intensidad que me pareció demasiado brillante. Todo en la casa estaba en silencio.

Me quedé sentado en la cama un rato, mirando mis manos como si fueran ajenas. Había algo raro en el aire. No tristeza, no miedo. Algo intermedio. Algo que me hacía sentir inquieto, como si hubiera una pieza fuera de lugar y no supiera cuál.

Bajé a la cocina y me serví un café por costumbre. Pero hasta el café me sabía distinto.

Entonces cerré los ojos y lo vi.

Él estaba ahí, sentado junto a mí, riendo más fuerte que nosotros. Era un recuerdo. Uno viejo, de esos que se quedan atrapados en los rincones de la memoria y aparecen cuando menos los esperas.

El sonido de mi teléfono me sacó de ahí.

"¿Hoy nos vemos? Necesito que me ayudes con una tarea." Era Javier.

Respondí un simple "sí", pero mi mente seguía en otro sitio. No quería estar ahí. No quería recordar. Terminé mi café y subí a prepararme para salir.

Javier hablaba y yo asentía, pero la verdad es que no lo escuchaba.

Hasta que ocurrió.

Lo vi de reojo. Tu nombre en mi pantalla.

Mi corazón se aceleró. En un segundo, el mundo alrededor desapareció.

—¿Estás bien? —preguntó Javier, frunciendo el ceño.

No respondí de inmediato. Solo miré el mensaje.

"¿Te gustaría ir por un café esta tarde?"

Leí esas palabras una y otra vez. No sabía qué significaban, pero tampoco quería cuestionarlo demasiado. Solo quería verte de nuevo.

Respondí sin pensarlo demasiado:

"Sí, me encantaría."

Javier me miró con curiosidad.

—¿Qué pasa contigo hoy?

—Me escribió.

No hacía falta decir tu nombre. Javier lo entendió al instante.

—¡Vaya! —dijo, sonriendo—. ¿Y qué te dijo?

—Me invitó a tomar un café.

—Eso es genial. No la arruines.

Me reí, pero dentro de mí todo era un caos.

Las horas pasaron demasiado rápido. Me puse una camisa que me quedaba bien, unos jeans y traté de actuar como si no me importara tanto. Pero me importaba. Y mucho.

Cuando llegué a la cafetería, mi corazón latía tan fuerte que dolía. Respiré hondo antes de entrar.

Y entonces te vi.

Sentada junto a la ventana, con un libro abierto frente a ti.

Y en ese instante, supe que valía la pena sentir todo esto.

—Hola —dije, intentando que mi voz sonara tranquila.

Levantaste la mirada, y cuando tus ojos encontraron los míos, el mundo se detuvo.

—Hola —respondiste, cerrando el libro.

Me senté frente a ti, y poco a poco, las palabras fueron fluyendo.

Y por primera vez en mucho tiempo, todo se sintió bien.

Soy TuyoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora