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Supuestamente, le importa una mierda la historia. Las cosas que le importan son otras, como la limpieza, las artes marciales, el té y el bienestar de su mamá, pero decidió seguir esta carrera gracias a ella. No porque a ella le importe la historia, aunque de alguna forma sí le importa, solo que la vida no le permitió seguir una carrera universitaria.

Desde muy joven, ella se dedicó a trabajar de lo que tenía a mano mientras lo criaba a solas después de que el tipo al cual él podría llamar papá se borrara del mapa. Así, la vio vender dulces en una estación de trenes, la vio limpiar casas, la vio tener hasta tres trabajos al mismo tiempo vendiendo flores o atendiendo teléfonos o cuidando mocosos o lo que fuere, hasta que consiguió el trabajo de recepcionista que aún conserva en una empresa de construcción.

Pero nunca dejó de verla leer.

Es quizá la imagen más inmortalizada que tiene de ella en su cerebro, la de su mamá sentada cada noche bajo la lámpara con un libro en el regazo mientras él jugaba a patear una pelota de trapo contra la pared del pequeño patio de casa. Pasaba las últimas horas del día sentada ante la mesa del patio mientras él pateaba y pateaba y pateaba creyéndose la estrella de la selección nacional de Eldia o alguna estupidez así, lo único a lo que jugaban todos los niños de su calle y de su escuela, lo único que había aprendido a hacer como pasatiempo.

Con los años, dejó de patear la pelota y empezó a interesarse en otras cosas, desde salir a holgazanear con Farlan e Isabel hasta mirar videos de artes marciales en YouTube. Mirando los últimos se percató de que las mujeres no le interesaban en lo más mínimo, aunque no sería hasta el final de la adolescencia que empezaría a salir de noche con sus amigos y a experimentar un poco. Lo mismo con las clases de artes marciales mixtas que empezó a tomar y con la costumbre que se agarró de salir a correr los domingos. Esos eran sus intereses más demarcados, aquellas cosas que ocupaban su mente mientras existía.

Pero a veces, después del té, volvía a patear la pelota contra la pared mientras su mamá leía bajo esa lámpara que a veces titilaba por algún problema eléctrico, y al dejar de patear se la quedaba mirando.

Siempre, pero siempre sonreía mientras leía.

Un día, por mera curiosidad, hizo algo que nunca había hecho, pues nunca le había interesado saber al respecto: miró la biblioteca de su mamá, es decir ese rincón oscuro de la sala que ella mantenía estrictamente ordenado y libre de polvo. Descubrió, mirando los títulos, que su mamá no leía algo en específico; solo leía. Había de todo: ficción, autoayuda, astrología, poesía.

—¿Historia? —recuerda susurrar ante un libro que le había visto leer hacía poco, probablemente comprado en la feria de usados del parque que tenían cerca al juzgar por lo gastada que traía la tapa y lo amarillentas que estaban las páginas.

Eldia: del imperio de los Fritz a las revoluciones de los Jaeger de Armin Arlert.

Incapaz de asociar ese título a su mamá, una mujer con humor ácido pero dulzura infinita que no parecía apasionada por esa clase de cosas, lo tomó prestado sin avisarle.

No pudo parar hasta terminarlo.

Recuerda esos tres días casi con cariño; solía dársele bien la historia, nunca tenía que estudiar demasiado para sacarse las notas máximas en esa materia en la escuela, pero nunca se había puesto a pensar en lo que leía, a detenerse a mitad, mirar la pared e intentar entender más allá de las palabras, si es que ese concepto tenía sentido. Mucho de lo que decía el libro era básico y ya lo sabía, eso sí, cosas sobre la tiranía de la familia Fritz, la invasión de Marley, la guerra con el imperio oriental y la revolución del pueblo en manos del legendario Grisha Jaeger, tan célebre por armar la revuelta para echar a la corona eldiana como por cagar a su primera esposa con una campesina que estaba comprometida con uno de sus compañeros más cercanos, y cómo su primogénito terminó poniéndole a todo el pueblo en contra por sus propios intereses.

El arte de la curiosidadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora