El fin de una vida, el comienzo de otra. Gustacio

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Y ahí acababa todo. Ahí ponía fin a su agonía, a su desesperación. Pondría fin a su dolor. Su mente se debatía entre la sensación de ser libre y la nostalgia de todo lo vivido. Cerró los ojos, teniendo como última imagen frente a él a Toni Gambino, apuntándole con la pistola que él mismo le había entregado, para que pusiera fin a su tormento.
Escuchaba el viento arrullar las hojas de los árboles, y algún pájaro revoloteando la zona. No era el lugar más bonito para morir, pero se conformaba.

A su mente llegaron unos ojos bicolores, brillantes como el sol. Una sonrisa amable, una risa, una mirada. Haciendo un último repaso a su vida, en cada imagen aparecía aquel hombre de cresta al que crió, al que vio crecer, al que lo acompañó durante toda su vida. Su compañero en cada travesura. La única persona por la que su mustio corazón era capaz de latir desenfrenadamente. Porque si había alguien que pudiera hacer caer a Gustabo García, ese sería Horacio Pérez. El único que tenía ese derecho y poder. El alma más pura que había conocido. La razón por la que ahora ponía fin a su estadía en el mundo.

Un estruendo retumbó contra las paredes de las montañas y el sonido seco de un cuerpo cayendo al suelo le siguió. Sintió como sus rodillas se hundían en el momento en que su cuerpo se desvaneció, hasta quedar incado en el suelo. Aún con los ojos cerrados, y el latir desenfrenado de su corazón, no sintió dolor. No sentía como caía la sangre, en ninguna parte de su cuerpo, y tras unos minutos abrió los ojos lentamente, viendo ante sus ojos el humillo de la pistola que había sido disparada hace escasos minutos, aún apuntado al aire.

Un cuerpo en medio de un charco de sangre, y una mirada heterocromática brillando por las lágrimas contenidas que no tardaron en bajar por las mejillas de quien sostenía el arma, la cual temblaba levemente en sus manos.

Horacio Pérez, el mismo que había ocupado los últimos pensamientos del rubio se encontraba frente a él, y entre medio de ellos el cuerpo del mafioso en el suelo después de haber recibido una bala en la cabeza.

Después de despedirse en el hangar, y dividirse para ir en busca de un hermano, Horacio había quedado intranquilo.

La actitud de su compañero, su mirada perdida, esa sonrisa forzada que no pasó desapercibida para él, pues le conocía más que a sí mismo, y aquel abrazo cuyo sabor solo era el de una despedida, hizo que tras capturar a Carlo Gambino subiera al coche y fuera como alma que lleva el diablo en busca del otro agente federal. Guiándose por el radar, no tardó en llegar a un descampado sobre una montaña, donde oculto entre los árboles escuchó como su amigo, la persona que más quería, se denigraba a sí mismo, y tomaba la decisión de que él estaría mejor si estuviera muerto.

No comprendía nada, pero escuchar como Gustabo le pedía al mafioso que disparara le dejó congelado en el sitio, y cuando vio como éste levantaba el arma en dirección a la cabeza del otro, no tuvo que pensárselo dos veces.

Y ahora se encontraban ahí. Mirándose fijamente, en la misma posición.

Gustabo, aún de rodillas en el suelo miraba la cara de su amigo como si hubiese visto un fantasma.

Mantuvieron la mirada por lo que parecieron horas, hasta que el bicolor pestañeo lentamente, bajó el arma despacio y en un silencio absoluto se acercó hasta su compañero, quién seguía de rodillas en estado de shock.

Horacio se situó detrás de él, con la respiración acelerada y le esposó las manos en la espalda, levantándolo y llevándolo hasta su coche.

En el trayecto al aeropuerto ninguno dijo una sola palabra, y durante el viaje en avión para volver a su ciudad, el rubio parecía estar sumido en un trance, mirando a un punto fijo mientras el de cresta le miraba fijamente a él.

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