Capítulo seis: Port de bras.

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Miré a quien consideraría mi nueva amiga solo por lo que había dicho. La mujer —que se encontraba a dos pasos de nosotros— tenía a un bebé en sus brazos que mecía de un lado a otro. A pesar de eso, lucía bastante intimidante. Me agradó.

—Rebeca, tan encantadora como siempre —expresó Alisha, la desgraciada que ya tenía en mi lista negra—. No es un pecado ser honesta.

—Que alivio. Entonces, puedo decirle que es una bicha, sin temor de quemarme en las pailas del infierno —dije, sonriente. Alisha abrió su boca, ofendida.

—Que vulgar.

—Y eso que no ha visto cómo me comporto cuando terminan de colmar mi paciencia —repliqué, comenzando a perder la paciencia—. Además, ¿le parece decente expresarse de esa forma de un niño a alguien que no conoce y que para colmo es su acompañante?. La vulgar aquí, es otra.
Alisha sonrió, incrédula. No respondió. Se puso de pie y se retiró junto con sus otras dos locas. Santo cielo, ¿pero qué le pasaba a la gente? 

Menos mal se había ido por su cuenta. De lo contrario habría perdido la clase el primer día de instrucción en la piscina y eso sería lamentable.

Micael no era santo de mi devoción (no nos agarrábamos de los cabellos porque podía ir a prisión si lo hiciera), pero no por eso era malo. La principal razón por la que no lográbamos congeniar…

Era porque ambos nos parecíamos demasiado. 

—Lamento que hayas tenido que cruzarte con Alisha el primer día —dijo Rebeca, sentándose a mi lado. El niño sonrió al verme y yo le sonreí también. Era adorable. 

—Descuida. Sé lidiar con las serpientes porque soy la reina de ellas —rio al escucharme.

—Me agradas. ¿Cómo te llamas?

—Rouse.

—Es un placer conocerte, Rouse. Soy Rebeca. No dudes en llamarme por si esas cotorras vuelven a hacer de las suyas —le sonreí. No lo necesitaba, pero no iba a ser descortés. Me había caído bien—. Este pequeño de aquí es Carlos y mi hija es aquella pequeña que está allá —señaló hacia el frente. 

No me sorprendió notar que su hija era la niña que había estado buscándole conversación a Micael. Fruncí el ceño al no lograr localizarlo en la piscina. 
¿Dónde se había metido?

Mi pregunta fue contestada de inmediato. Micael salió de las duchas —que quedaban detrás de las gradas donde estaba sentada—, con la nariz dilatada debido a sus resoplidos y luciendo muy enojado. Presioné mis labios. Había escuchado nuestra discusión.

Subió a la grada y sacó su ropa del bolso.

—Hola, Micael —le saludó Rebeca. 

—Hola.

—¿Terminaste? —inquirí. No me respondió. Se vistió a toda prisa, tomó su bolso y comenzó a bajar las gradas. Resoplé. Miré a Rebeca, apenada—. Debo irme.

—Comprendo. Suerte.

—Gracias —toqué la nariz del bebé y le sonreí—. Adiós, pequeño.

El bebé sonrió y yo sonreí con él. Guardaría esa imagen tierna para cuando pensara en gritar de la exasperación. Seguí a Micael, dando grandes zancadas. 

»Oye, no viniste solo —fui ignorada. Bajó los escalones que daban a la salida y aceleré el paso. Hice una leve mueca al sentir el dolor en la articulación de mi rodilla y tobillo. Finalmente, logré alcanzarlo. Intenté sujetarlo de la mano, pero la sacudió, zafándose del agarre.

—¡Déjame! —gritó, colérico y con los ojos nublados.

Todo el que pasó nos miró. A mí, como si fuese una tutora incapaz de controlar a un crío malcriado y a él, como un niño mimado y maleducado.

JUNTOS, ¡PERO JAMÁS REVUELTOS!Donde viven las historias. Descúbrelo ahora