Cartas para Thaiz

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Mientras Thaiz ingresaba la moneda en la máquina expendedora que le daría en cambio un paquete de frituras con una fecha de vencimiento dudosa, se preguntó cómo sería subirte a un avión sabiendo que no se tratan de unas simples vacaciones en las que volverás y contarás a todos acerca de cómo te perdiste en medio de su más grande centro comercial, sino que cuando este aterrice, significaría el comienzo de una nueva etapa en tu vida.

A medida que abría su bolsa de comida, se preguntó si Simone se encontraba tan nerviosa como ella. Avanzó unos pasos, y se cacheteó internamente por tan tonto pensamiento. Claro que Simone estaba tan nerviosa como ella. Mucho más. Simone era quien empezaría la nueva vida; Simone era quien se mudaría hoy mismo, dentro de unos minutos, dejando la ciudad en la que se conocieron atrás por una bonita universidad que le traería buenas oportunidades; Simone era quien había decidido que las amistades a larga distancia podían funcionar, así que estarían bien.

Thaiz bufó resignada, impidiendo que su divagación sin sentido se apoderara de ella de nuevo. Caminó con un poco más de prisa, y se desplomó en la silla al lado de Simone, quien había estado a punto de caer dormida.

—No seas floja, levántate —bromeó, sacudiéndole el hombro—. Tu vuelo ya va a llegar.

Simone gruñó entre dientes pero rio mientras la sacudía de vuelta.

—Ya sé, déjame en paz.

A decir verdad, Thaiz ya estaba preparada para esta situación: Su avión llega, se abrazan para despedirse, y ambas voltean sin mirar atrás. Era simple y corto, sin lágrimas de por medio que pudieran retrasar la despedida y, por ende, alargar el dolor en su pecho. Así debía ser. Así, sin duda, es cómo pasaría.

Hasta que no sucedió así.

El avión llegó y fue anunciado. Thaiz y Simone callaron su conversación trivial y se pararon de inmediato: los ojos grandes y las bocas abiertas en sorpresa por la llegada tan pronta. Simone apretó los labios, indicando que contenía las ganas de llorar, y antes de que su amiga pudiera abrazarla o sus padres le dijeran que era momento de irse o perdería su vuelo, abrió su maleta con desesperación y removió toda su ropa hasta topar con una caja de zapatos que en definitiva no debería estar ahí.

—Esto es para ti —pronunció, agitada y extendiendo la caja hacia ella—. Pero no la abras hasta que vuelvas a tu casa —la miro directo a los ojos unos largos segundos, sus ojos empapados en cariño y tristeza—. Thaiz, te voy a extrañar muchísimo. Gracias por haber sido una increíble amiga.

—Ey, no lo digas como si dejáramos de serlo —rio, aunque en realidad no tenía ganas y no estaba segura de nada. Tomó la caja en sus manos, y aunque era vieja y sin decorar, se sintió mal por no darle algo también—. Gracias, Simi, yo también te voy a extrañar.

Se abrazaron con toda la fuerza que disponían, con la caja en medio, y ejecutaron la última parte del plan: Simone sonrió, sus ojos llorosos, y volteó de la mano de su madre para entregar su boleto. Thaiz salió del aeropuerto.

•••

Decir que Thaiz estaba sorprendida era quedarse corto de descripción. Atónita, boquiabierta, pasmada. Sí, eso era más apropiado, pero no del todo preciso.

Tal como Simone le había pedido, abrió la caja no en el aeropuerto, no en el autobús que tomó, no en la acera con sus manos picando de curiosidad debajo del cartón, sino cuando ya se encontraba dentro de su habitación, sola.

Durante el camino, imaginó diferentes posibilidades de su contenido: un llavero de un personaje que amara, un disco de una de sus bandas favoritas compartidas, incluso un álbum de fotos que recorría sus quince años juntas, desde los seis hasta los veintiuno, con un recuerdo de su primer día de clases en la escuela donde sus padres no resistieron el tomarles una foto juntas ante la alegría de saber que sus hijas consiguieron una primera mejor amiga, hasta la foto de su cumpleaños de su edad actual, el mismo día que Simone le dijo que le ofrecieron un intercambio en otro país en la universidad, y que lo había aceptado.

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