Cuatro días después de estos curiosos sucesos, a eso de las once de la noche, salía un fúnebre cortejo de Canterville-House. El carro iba arrastrado por ocho caballos negros, cada uno de los cuales llevaba adornada la cabeza con un gran penacho de plumas de avestruz, que se balanceaban. La caja de plomo iba cubierta con un rico paño de púrpura, sobre el cual estaban bordadas en oro las armas de los Canterville. A cada lado del carro y de los coches marchaban los criados llevando antorchas encendidas. Toda aquella comitiva tenía un aspecto grandioso e impresionante. Lord Canterville presidía el duelo; había venido del país de Gales expresamente para asistir al entierro, y ocupaba el primer coche con la pequeña Virginia. Después iban el ministro de los Estados Unidos y su esposa, y detrás, Washington y los dos muchachos. En el último coche iba la señora Umney. Todo el mundo convino en que, después de haber sido atemorizada por el fantasma por espacio de más de cincuenta años, tenía realmente derecho de verlo desaparecer para siempre. Cavaron una profunda fosa en un rincón del cementerio, precisamente bajo el tejo centenario, y dijo las últimas oraciones, del modo más patético, el reverendo Augusto Dampier. Luego, al bajar la caja a la fosa, Virginia se adelantó, colocando encima de ella una gran cruz hecha con flores de almendro, blancas y rojas. En aquel momento salió la luna de detrás de una nube e inundó el cementerio con sus silenciosas oleadas de plata, y de un bosquecillo cercano se elevó el canto de un ruiseñor. Virginia recordó la descripción que le hizo el fantasma del jardín de la Muerte; sus ojos se llenaron de lágrimas y apenas pronunció una palabra durante el regreso.
A la mañana siguiente, antes de que lord Canterville partiese para la ciudad, la señora Otis conferenció con él respecto de las joyas entregadas por el fantasma a Virginia. Eran soberbias, magníficas. Había, sobre todo, un collar de rubíes, en una antigua montura veneciana, que era un espléndido trabajo del siglo XVI, y el conjunto representaba tal cantidad que el señor Otis sentía vivos escrúpulos en permitir a su hija que se quedase con ellas.
—Señor —dijo el ministro—, sé que en este país se aplica la mano muerta lo mismo a los objetos menudos que a las tierras, y es evidente, evidentísimo para mí, que estas joyas deben quedar en poder de usted como legado de familia. Le ruego, por tanto, que consienta en llevárselas a Londres, considerándolas simplemente como una parte de su herencia que le fuera restituida en circunstancias extraordinarias. En cuanto a mi hija, no es más que una chiquilla, y hasta hoy, me complace decirlo, siente poco interés por estas futilezas de lujo superfluo. He sabido igualmente por la señora Otis, cuya autoridad no es despreciable en cosas de arte, dicho sea de paso (pues ha tenido la suerte de pasar varios inviernos en Boston, siendo muchacha), que esas piedras preciosas tienen un gran valor monetario, y que si se pusieran en venta producirían una bonita suma. En estas circunstancias, lord Canterville, reconocerá usted, indudablemente, que no puedo permitir que queden en manos de ningún miembro de la familia. Además de que todas estas tonterías y juguetes, por muy apreciados y necesitados que sean a la dignidad de la aristocracia británica, estarían fuera de lugar entre personas educadas según los severos principios, pudiera decirse, de la sencillez republicana. Quizá me atrevería a asegurar que Virginia tiene gran interés en que le deje usted el cofrecito que encierra esas joyas, en recuerdo de las locuras y el infortunio del antepasado. Y como ese cofrecito es muy viejo y, por consiguiente, deterioradísimo, quizá encuentre usted razonable acoger favorablemente su petición. En cuanto a mí, confieso que me sorprende grandemente ver a uno de mis hijos demostrar interés por una cosa de la Edad Media, y la única explicación que le encuentro es que Virginia nació en un barrio de Londres, al poco tiempo de regresar la señora Otis de una excursión a Atenas.
Lord Canterville escuchó imperturbable el discurso del digno ministro, atusándose de cuando en cuando el bigote gris para ocultar una sonrisa involuntaria. Una vez que hubo terminado el señor Otis, le estrechó cordialmente la mano y contestó:
—Mi querido amigo, su encantadora hijita ha prestado un servicio importantísimo a mi desgraciado antecesor. Mi familia y yo le estamos reconocidísimos por su maravilloso valor y por la sangre fría que ha demostrado. Las joyas le pertenecen, sin duda alguna, y creo, a fe mía, que, si tuviese yo la suficiente insensibilidad para quitárselas, el viejo tunante saldría de su tumba al cabo de quince días para infernarme la vida. En cuanto a que sean joyas de familia, no podrían serlo sino después de estar especificadas como tales en un testamento, en forma legal, y la existencia de estas joyas permaneció siempre ignorada. Le aseguro que son tan mías como de su mayordomo. Cuando la señorita Virginia sea mayor, sospecho que le encantará tener cosas tan lindas que llevar. Además, señor Otis, olvida usted que adquirió usted el inmueble y el fantasma bajo inventario. De modo que todo lo que pertenece al fantasma le pertenece a usted. A pesar de las pruebas de actividad que ha dado Simón por el corredor, no por eso deja de estar menos muerto, desde el punto de vista legal, y su compra lo hace a usted dueño de lo que le pertenecía a él.
El señor Otis se quedó muy preocupado ante la negativa de lord Canterville, y le rogó que reflexionara nuevamente su decisión; pero el excelente par se mantuvo firme y terminó por convencer al ministro de que aceptase el regalo del fantasma. Cuando, en la primavera de 1890, la duquesita de Cheshire fue presentada por primera vez en la recepción de la reina, con motivo de su casamiento, sus joyas fueron motivo de general admiración. Y Virginia fue agraciada con la diadema, que se otorga como recompensa a todas las norteamericanitas juiciosas, y se casó con su novio en cuanto éste tuvo edad para ello. Eran ambos tan agradables y se amaban de tal modo, que a todo el mundo le encantó ese matrimonio, menos a la vieja marquesa de Dumbleton, que venía haciendo todo lo posible por atrapar al duquesito y casarlo con una de sus siete hijas. Para conseguirlo dio al menos tres grandes comidas costosísimas. Cosa rara: el señor Otis sentía una gran simpatía personal por el duquesito, pero teóricamente era enemigo de los títulos y, según sus propias palabras, "era de temer que, entre las influencias debilitantes de una aristocracia ávida de placer, fueran olvidados por Virginia los verdaderos principios de la sencillez republicana". Pero nadie hizo caso de sus observaciones, y cuando avanzó por la nave lateral de la iglesia de San Jorge, en Hannover Square, llevando a su hija del brazo, no había hombre más orgulloso en toda Inglaterra.
Después de la luna de miel, el duque y la duquesa regresaron a Canterville—Chase, y al día siguiente de su llegada, por la tarde, fueron a dar una vuelta por el cementerio solitario próximo al pinar. Al principio le preocupó mucho lo relativo a la inscripción que debía grabarse sobre la losa fúnebre de Simón, pero concluyeron por decidir que se pondrían simplemente las iniciales del viejo gentilhombre y los versos escritos en la ventana de la biblioteca. La duquesa llevaba unas rosas magníficas, que desparramó sobre la tumba; después de permanecer allí un rato, pasaron por las ruinas del claustro de la antigua abadía. La duquesa se sentó sobre una columna caída, mientras su marido, recostado a sus pies y fumando un cigarrillo, contemplaba sus lindos ojos. De pronto tiró el cigarrillo y, tomándole una mano, le dijo:
—Virginia, una mujer no debe tener secretos con su marido.
—Y no los tengo, querido Cecil.
—Sí los tienes —respondió sonriendo—. No me has dicho nunca lo que sucedió mientras estuviste encerrada con el fantasma.
—Ni se lo he dicho a nadie —replicó gravemente Virginia.
—Ya lo sé; pero bien me lo podrías decir a mí.
—Cecil, te ruego que no me lo preguntes. No puedo realmente decírtelo. ¡Pobre Simón! Le debo mucho. Sí; no te rías, Cecil; le debo mucho realmente. Me hizo ver lo que es la vida, lo que significa la muerte y por qué el amor es más fuerte que la muerte.
El duque se levantó para besar amorosamente a su mujer.
—Puedes guardar tu secreto mientras yo posea tu corazón —dijo a media voz.
—Siempre fue tuyo.
—Y se lo dirás algún día a nuestros hijos, ¿verdad?
Virginia se ruborizó.
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El Fantasma de Canterville por Oscar Wilde
Short StoryEl Fantasma de Canterville por Oscar Wilde