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El sol brillaba intensamente sobre Tokio, inundando las calles con su luz. Caminaba despacio, intentando evitar las miradas que, como de costumbre, se posaban sobre mí. Siempre había sido lo mismo, desde que tenía memoria. Mi apariencia atraía la atención, pero yo prefería el silencio, la tranquilidad que solo encontraba dentro de mi cabeza.
El bullicio de la ciudad era como un eco lejano, ruido de fondo que ya no notaba. Tenía mis pensamientos, y eso me bastaba. Pero, de pronto, algo rompió esa calma.
Una chica se acercaba a mí. La vi de reojo antes de que llegara a mi lado, pero no aceleré el paso. Había algo en ella que, por alguna razón, no me incomodaba. Al contrario, su presencia me causaba una ligera intriga, una sensación que no había experimentado en mucho tiempo.
—¡Hola! —dijo alegremente, su voz llena de energía, rompiendo la barrera de silencio que me envolvía.
La miré, pero no dije nada. Mi costumbre. No necesitaba hablar para que la gente entendiera lo que quería o pensaba. Sin embargo, ella no pareció desconcertarse por mi falta de respuesta. Siguió sonriendo.
Había algo en la forma en que la luz del sol brillaba sobre ella, como si el mismo día hubiera decidido resaltar su figura en medio de la multitud. Todo a nuestro alrededor parecía detenerse. Las personas seguían su camino, pero yo ya no las veía. Solo la notaba a ella.
—Me llamo Hitomi —añadió, sin que su entusiasmo disminuyera.
La observé unos instantes más. Podía sentir cómo el calor del día nos envolvía a ambos, pero había algo más en el ambiente. Algo distinto. El aire parecía cargado con una tensión suave, casi imperceptible, pero suficiente para hacer que me quedara un segundo más de lo que habría querido.
No sabía si era su sonrisa o la forma en que me miraba, pero por primera vez en mucho tiempo, no sentí la necesidad de irme inmediatamente. Algo en ella, en la forma en que se presentó, me hizo sentir que este encuentro no era una simple coincidencia.
Permanecí en silencio, pero no me moví. De alguna forma, entendí que no tenía que hablar para que ella captara lo que estaba ocurriendo en ese momento. Nos quedamos ahí, bajo el sol, como si el tiempo hubiera decidido hacernos un espacio en medio del ajetreo de Tokio.
No era necesario decir nada. En ese instante, supe que, sin importar lo que pasara después, recordaríamos este encuentro. Una chispa, algo intangible, había surgido entre nosotros. Y por más que quisiera volver a mi mundo de silencio, algo me decía que este era el comienzo de algo más grande.
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