Gritos disfrazados de firmeza, miradas culposas, palabras murmuradas bastante filosas y actitudes desaprobatorias.
Era otra mañana normal para Pannacotta Fugo.
Existía un punto en el que estar cansado era maravilloso, porque al estar tan exhausto, las palabras solo eran ruido y más ruido extraño. Básicamente escuchaba borroso, cómo si estuviera bajo el agua. Así que podía desayunar más en paz.
Sus padres se retiraron de la mesa antes que él, y estaba tranquilo con eso. Era lo mejor.
Se sentía pesado, lo cual no era costumbre.
“Debería salir al sol.” pensó. Claro que leyó que estaba científicamente comprobado que un poco de exposición al sol le hacía bastante bien al cuerpo, física y mentalmente. Así que salió al jardín de atrás, por el cual no había escapatoria ya que la cerca tenía alambre de púas.
Esa casa era una prisión.
Apenas Pannacotta llegó a sentir el sol, volteó la cabeza hacia su izquierda como si los rayos fuesen a dejar de quemarle, logrando divisar a poco a su vecina de al lado por encima de la cerca, la cual estaba atendiendo su árbol de naranjas agarrando los frutos ya maduros y colocándolos en una cesta.
La analizó bien por unos segundos, nunca la había visto afuera como ese día. De hecho, no la había visto desde hace mucho tiempo.
Pelinegra con el cabello lacio y largo, de piel canela y con un llamativo ojo morado, cuya belleza marchitaba por su acompañante inexistente. La mujer había sufrido una terrible infección en el ojo izquierdo pocos años atrás, que terminó convirtiendo en pus la córnea y su única opción al final fue que le sacaran el ojo (o mejor dicho, lo que quedaba de el). El párpado cosido para jamás abrirse llegaba a verse aterrador algunas veces, y otras ni siquiera se veía, pero ese detallito era mejor que un parche.
Fugo recordaba bien la época de cuando era niño y la mujer gritaba a media noche por el dolor, hasta que se fue al hospital y no la vió en varias semanas.Aquel pequeño pensamiento incentivó otros más, ¿No tenía esa mujer un esposo y un hijo? Tal vez no, podía ser solo su memoria siendo mala con los recuerdos de la infancia. Pero como sea, ahí estaba la mujer, tarareando una pequeña canción mientras recogía naranjas.
Fugo decidió volver al interior de la casa, hacia su habitación, para continuar con sus deberes luego de esos segundos de paz.
Apenas se sentó en su pequeño escritorio y tomó el cuaderno, un sonido de hojas moviéndose llamó su atención, haciéndolo ignorar que su madre entró también. Miró a través de la ventana de la habitación para notar algo moviéndose entre las ramas del árbol del jardín, que se asomaba con lentitud hacia su campo visual.
Un gato negro.
- Pannacotta- lo llamó su madre, seria, pero sin obtener respuesta. La mujer volteó a ver hacia donde su hijo prestaba más atención, suspirando cruzada de brazos.- Es el gato de la vecina.- dijo, respondiendo a la incógnita jamás pronunciada de Pannacotta.
El de ojos rojos solo podía fijar su mirada en el felino, quién lo observaba devuelta con sus peculiares ojos morados con curiosidad. Fugo también estaba curioso por él, pues llevaba una falda y una bandana en su cabeza, ambas naranjas, la falda con un patrón amarillo apenas perceptible. Normalmente, los gatos odiaban tener vestimenta y ni siquiera se movían si le ponían tela encima, pero aquel gato negro parecía disfrutar plenamente de sus accesorios.
El cuadrúpedo saltó con la elegancia de su especie hasta una rama más baja del árbol, desvaneciéndose de la vista de Fugo fugazmente. ”solo es un gato” pensó él, bufando levemente y volviendo su atención al cuaderno. Al menos hasta que su madre llamó su atención otra vez. Y Fugo tenía que contar hasta 100 para no romper el cuaderno a la mitad.
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Ojos Curiosos.||FugoNara.
FanfictionPannacotta Fugo no es el chico más feliz del mundo, pero nada que la compañía de un escurridizo felino bastante peculiar no resuelva... mucho menos cuando ese gato resulta ser ese joven vecino que nunca vió, dispuesto a ser su amigo... y quizá algo...