Últimamente he estado pensando en lo cómoda que me siento con Simon. Es
extraño porque, aunque siempre tuve alguna que otra amiga en el colegio e instituto,
esto no tiene nada que ver. Sobre todo, porque con ellas siempre tenía que haber un
tema interesante sobre la mesa, y la definición que tenían de interesante solía ser «me
he comprado ropa nueva y de mayor» o «hagamos una lista de los chicos más guapos
de clase», y no me sentía cómoda aunque fingiera que sí, así que al final siempre me
quedaba algo apartada del grupo.
Pero ahora ya no. No sé qué ha cambiado desde el día que me llevó en coche,
pero algo ha sido, porque me he dado cuenta de que con él todo es diferente y no
tengo que fingir.
Porque Simon no ve a Raven, me ve a mí. Eso dijo.
No puedo dejar de pensar en ese momento, cuando lo soltó como si fuera algo
lógico —sonó así cuando lo dijo—. Es muy probable que haya sido eso lo que me ha
animado a seguir yendo a verlo al orfanato. Pensar en ello me hace sentir mejor cada
vez que paso por delante de algún escaparate y me parece ver el reflejo de mi
hermana en vez del mío.
Los días con Simon avanzan de una forma tan rápida y fácil que llega un
momento en el que no sé qué hacía antes de hablar con él todas las tardes. Bueno,
leer, sí, y pasar mucho tiempo en la biblioteca vagabundeando como un alma en pena;
pero esto también lo hago ahora, porque, desde que firmé el contrato, Lynda está tan
aliviada por librarse de mí que no me llama para nada.
Ya es viernes. Simon me ha traído a la puerta de la agencia y estamos sentados en
los escalones del edificio, debajo de la cara de la chica sonriente. Desde cerca se ve
cómo los bordes del cartel empiezan a despegarse, gastados después de tanto tiempo
de sonrisa forzada. Hemos venido en coche y ha insistido en quedarse aquí conmigo
hasta que pasen a buscarme, aunque no había sitio para aparcar y hemos tenido que
dejar el coche un poco lejos y luego venir andando hasta aquí.
—Estás contenta, ¿no? Por todo esto que está pasando con el diseñador. Es un
sueldo fijo, no está nada mal.
—Ya. No lo sé, supongo que sí. La verdad es que ese tío no me cayó demasiado
bien.
—Bueno, si es el jefe es probable que no tengas que tratar mucho con él. Si tienes
suerte, y es como el resto de los jefes del mundo, se quedará en su oficina haciendo
sus cosas y apenas lo verás. Intenta ver las cosas por el lado bueno.
—Si lo estoy viendo por el lado bueno: ya no tendré que ir a un casting otra vez,
ni tendré que soportar las llamadas histéricas de la bruja de Lynda… —La ventana
del despacho de Lynda, en el segundo piso, da a la calle en donde estamos. Espero que la tenga abierta y me haya oído. Miro a Simon con una media sonrisa, pero él no
dice nada.
No puedo recordar ni una sola vez en que haya hecho un comentario mordaz
sobre alguien y Simon me haya respondido apoyándolo o reforzándolo de alguna
forma; no es capaz ni de una carcajada. No lo veo como algo malo, obviamente, pero
no me gusta nada que sea así porque solo me hace darme cuenta de lo mala que soy
yo. Él es bueno por naturaleza, incapaz de tener sentimientos crueles, y mis vasos
siempre están medio vacíos y rotos. Me siento incómoda al darme cuenta de todas las
formas en las que no soy como él. Me compensa, está claro, porque encuentra
siempre resquicios de luz y es calor contra mi frío, porque no da el perfil de juguete
roto como yo y así logra equilibrar esa balanza invisible que siento tirante entre los
dos.
Siempre consigue sonreír. Ahora lo hace. Se encoge de hombros y levanta
levemente las comisuras de los labios de forma algo tirante, aunque obviamente no
por lo que he dicho. Luego mira hacia delante, un poco arriba, y me fijo en el nuevo
cartel que han pegado enfrente sobre un viaje en Navidades a la nieve donde una
familia entera parece ser increíblemente feliz.
—Yo creo que tienes suerte, Valeria. Esto va a ser una nueva experiencia, que no
está nada mal. Además, conocerás a mucha gente… No es como si trabajaras con tu
madre o con tu abuelo.
—¿Tu abuelo? —Me giro hacia él y tira un poco más de su sonrisa—. Espera, ¿es
que ahora también trabajas en la tienda?
—Sí. La verdad es que fue por tu idea. Se lo comenté a mi madre y enseguida le
pareció que el candidato perfecto para ayudarlo era yo, ya que no tengo otra cosa que
hacer, así que me llevó a rastras hasta él e insistió hasta que aceptó, aunque sé que
solo lo hizo para que se callara.
—Oye, ¿y ahora, dónde tendrías que estar? Tienes dos trabajos. Si estás
faltando…
—Aquí. Ahora solo tengo que estar aquí contigo. Hablando. Te dije que iba a
acompañarte, ¿no?
Después de mirarlo durante unos segundos, dirijo la vista a la familia de
esquiadores con monos a juego.
—Vale —susurro, intentando evitar una sonrisa.
—Vale.
Un coche negro y grande entra en la calle y estiro la espalda para intentar verlo
mejor, pero cuando llega a nuestra altura pasa de largo y vuelvo a relajarme.
—Me parece una pasada que tengas dos trabajos, la verdad —admito, volviendo
la vista al principio de la calle por si hubiera suerte la próxima vez—. ¿Cómo
encontraste el del orfanato? ¿Por enchufe?
—Algo así. —Oigo una risa leve—. En realidad, al principio iba solo algunas
tardes a ayudar a mi madre vigilando a los críos. Algunos eran lo suficientemente mayores como para acordarse de mí, y molaba verlos otra vez y eso, así que me lo
pasaba bien. Como iba tantas veces y ayudaba tanto, al final la directora me ofreció
un puesto de auxiliar o no sé cómo lo llamó, pero más que nada es una excusa.
—¿Algunos se acordaban de ti? ¿Has dicho eso? —Aparta la mirada cuando me
giro hacia él—. ¿Has dicho que los más mayores se acordaban de ti?
—Sí, aunque ahora casi todos se han ido ya porque tienen dieciocho años.
Simon lleva un rato mirando al suelo y jugando con un palito con la arenilla que
hay sobre los escalones. Ahora parece más concentrado en hacer eso que antes. Me
fijo en su expresión forzadamente distraída, en sus labios apretados, e intento pensar
mientras lo observo hacerlo y, entonces, se me ocurre una idea.
—Simon, ¿vivías en el orfanato?
Se encoge de hombros, aún sin mirarme.
Después de unos segundos en los que yo no digo nada, solo espero a que hable,
oigo de nuevo su voz:
—Eso es lo que quería contarte la otra vez, pero no me dejaste.
Se me encoge el estómago, pero me mantengo callada. Tengo que esperar a que
sea él el que hable de ello. Los segundos pasan despacio y muy pesados, y al final,
después de un minuto o así, Simon levanta la cabeza y parece diferente.
—¿No te extraña que yo mida más de uno noventa y que mis padres sean un par
de hobbits? Y no me digas que no te has dado cuenta de que no me parezco en nada a
ninguno de los dos.
De repente, como enfadado, deja de mover el palo y lo tira a la carretera. Es tan
pequeño que ni siquiera vuela muy lejos, y el viento lo une a su carrera y se lo lleva.
Después de eso él se queda quieto, como uno de los hombres-estatua que se pasan las
tardes posando pacientemente en ese parque tan grande del centro de la ciudad, y solo
sé que no es de piedra por el baile de los mechones de su flequillo y el subir y bajar
de su pecho, que, aunque leve, es evidente.
—Ellos dos son morenos, bajitos y con ojos azules. Yo soy pálido y mira mi pelo
y… bueno, está lo de la altura. Les saco tres cabezas. Eso marca la diferencia.
Además, los dos tienen un carácter muy fuerte, mientras que yo… Ya lo dice mi
abuelo: estoy empanado, me falta la chispa de la familia. No es muy agradable saber
que…
—Simon —lo interrumpo—, no me digas que pareces así de triste porque eres
adoptado.
Creo que no es exactamente la reacción que se esperaba.
—¿Qué?
—Ya me has oído.
—¿Es que tú estarías contenta? —Parece casi ofendido.
Me echo un poco hacia delante con la cabeza inclinada, mirándolo.
—¿No deberías estarlo porque te hayan dado una segunda oportunidad? No ellos,
sino el universo en general. —Frunce el ceño, extrañado, como si no me entendiera bien, así que sigo hablando—. No sé por qué te veo triste o decepcionado. Como si
esto debiera avergonzarte. Sé que no te avergüenzas de tu familia, porque, que yo
vea, no hay motivos, así que tiene que ser por lo otro. Pero es una tontería…
Un brillo en el fondo de ese verde y un ligero tirón de sus cejas me indican que he
dado en el clavo, pero por su cara diría que a lo mejor me he pasado un poco. Intento
añadir algo más, pero aparta la mirada y así corta de lleno cualquier palabra que yo
pudiera haber dicho.
Dios, realmente no tengo ni idea de tratar con otros seres humanos.
—Oye, mira, yo no…
Mi mano derecha cae de mis rodillas al suelo y, sin querer, acaba muy cerca de la
suya. Es completamente fortuito que yo estire los dedos en ese momento y que acabe
tocándolo, porque ni siquiera estoy mirando y no me había dado cuenta de la
distancia, pero cuando pasa él se aparta rápidamente, como si lo hubiera quemado o
algo así, y me sobresalta. Es normal, si lo piensas, porque no creo que nos hayamos
tocado antes, pero eso, junto a lo que le he dicho sin pensar, hace que se me revuelva
el estómago, como si de repente me sintiera asquerosa y esa fuera la razón por la que
se ha apartado al rozarme. Me mira con los ojos muy abiertos un segundo y al final
vuelve a poner la mano en el suelo porque es muy educado, aunque lejos de la mía.
Me muerdo el labio e intento arreglarlo:
—Me refería… Quería decir que no quería me lo contases como si fuera algo
malo, nada más. —Bajo la vista al suelo—. La verdad es que pienso que ojalá
muchos chicos hubieran tenido la suerte de conseguir una familia como la tuya.
«Ojalá muchos chicos hubieran tenido la opción de empezar de cero y hacerlo
bien —quiero añadir—. Ojalá yo la hubiera tenido».
—Pero me abandonaron —contesta él—. Cuando era pequeño. Ni siquiera soy
capaz de imaginarme cómo eran mis verdaderos padres, porque no guardo ni un solo
recuerdo de ellos, y nadie… Nadie querría eso.
—Tus verdaderos padres te quieren. Tus nuevos padres son los de verdad, no los
otros, ¿entiendes? En eso consiste. Te eligieron, y te quieren. ¿No es suficiente?
Parece que sus ojos son mucho más grandes a través del cristal de sus gafas.
Tienen el aspecto que tendrían si un japonés amante del anime se los hubiera
dibujado en la cara. Solo me mira a mí, examinándome con cuidado, y entonces me
digo que, si me mira así ahora, ¿por qué no ha querido que lo tocase sin querer antes?
Pero no se lo pregunto porque se echa un poco hacia atrás e interrumpe ese
contacto.
—Creo que en el fondo estaba esperando que dijeras algo así —murmura.
—Eso no significa que no te entienda, solo es que no me parece…
—Tranquila, sé que lo has entendido. Está bien, me ha gustado contártelo.
Sonríe de medio lado de forma dulce y yo le sonrío también, algo insegura.
Siento que la boca me arde como si fuera a explotar, como si tuviera un dragón y,
cuando la abro para que el aire frío entre y me alivie, las palabras salen sin querer.
—Mi madre también se fue —digo, aclarándome la garganta—. Yo tenía diez
años, así que creo que más o menos sé cómo te sientes respecto a lo del abandono.
Aun así, de todas formas… Tú tienes esa familia. Y si te consuela, te diré que, aunque
no sé demasiado sobre el total de madres que abandonan a sus hijos en orfanatos o
similares, puedo decirte que no todas lo hacen porque no los quieran. Algunas
simplemente no quieren que tengan la misma vida que ellas y quieren darles alguna
posibilidad de escapar. —Le propino un leve golpe en el brazo con mi hombro, y
sonrío levemente para animarlo—. Estoy segura de que nadie te abandonaría a
propósito, Simon.
—¿Cómo puedes saber eso?
—Mi hermana. —¿Quiero contárselo? ¿Sí, no? Hablar de mí parece difícil,
porque lo es, pero hablar de otra persona…—. Se quedó embarazada hace cuatro o
cinco años, no podía trabajar y yo era muy pequeña todavía, así que no teníamos
dinero. Dos semanas después de tener al bebé, lo llevó al orfanato. —Esas son las
coletitas que siempre buscaba antes de conocerlo; por un momento me siento mal por
haber dejado de hacerlo—. Se sentó conmigo y me explicó que no quería que la niña
creciera como nosotras y que deseaba que alguien mejor se quedara con ella. Por eso
te lo digo. A lo mejor tus padres o con quien estuvieras antes pensó lo mismo que
Raven… y tomó una buena decisión.
Por dentro solo puedo esperar con todas mis fuerzas que me crea, porque hace
mucho que no digo algo tan en serio y es muy importante que sepa que lo pienso de
verdad. Recuerdo ese momento en el que mi hermana, con su bebé en brazos
envuelto en una toalla que olía a detergente barato, me dijo lo que iba a hacer.
Recuerdo que le dije que yo cuidaría de ella, que le daría de comer e iría yo todas las
veces a la tienda a por potitos y le cambiaría el pañal. Raven me dijo que no teníamos
dinero para potitos ni pañales y que teníamos un retraso con el alquiler enorme que
solo nos habían perdonado porque la mujer del casero se había apiadado del bombo.
«Suficiente que tú vivas con una puta. No pienso condenarla a ella también», dijo, y
todavía me acuerdo de eso.
Sin darme cuenta he cerrado los ojos muy fuerte, pero ni aun así puedo volver a
esconder todos esos malos recuerdos en el fondo de mi memoria. Intento pensar en
otras cosas. Intento pensar en tonterías, como una sesión de fotos cualquiera, o las
entrevistas que me van a hacer ahora, o la expresión sorprendida de antes cuando
Simon se ha apartado…
Y entonces abro los ojos de golpe porque algo me está tocando, y cuando bajo la
mirada al suelo es él, que ha puesto deliberadamente sus dedos encima de los míos y
me mira a la cara como si quisiera asegurarse de que sé que no lo ha hecho sin querer.
—Gracias, Val.
Un claxon pita delante de nosotros. Me sobresalto. Aparcada encima de la acera
hay una limusina negra que está bajando las ventanillas en ese momento. Mi atención
la acapara un tío enorme con gafas de sol que aparece en el asiento del conductor.
—¿Valeria Miles? —pregunta, alzando la voz.
Me pongo de pie de un salto y al hacerlo suelto a Simon. Me giro un momento
para mirarlo a los ojos, y hace un gesto con la cabeza para que baje y vaya.
—Luego me cuentas.
—Sí. A… adiós, Simon.
Me subo en la parte de atrás de la limusina sin volver a mirarlo. La puerta está
dura y tengo que tirar con fuerza para cerrarla y sumergirme en la oscuridad más
absoluta. El vehículo arranca un microsegundo después, empujando mi cuerpo hacia
atrás con una sacudida y metiéndose en la carretera como si tuviera prisa o algo así.
Tengo que esperar un poco para acostumbrarme a la escasa luz que hay aquí:
parpadeo y muevo la cabeza hasta que empiezo a distinguir cosas, como una mesita
delante de mí, un televisor a mi izquierda, un equipo de música… Y otra persona.
A él tardo menos en distinguirlo porque dudo que haya alguien más en el mundo
que vaya con esas pintas por la vida: Alejandro Be está frente a mí, con las piernas
cruzadas, el móvil en una mano y una copa de vino tinto en la otra. Ni siquiera me
saluda, solo sigue tecleando rápidamente con el pulgar libre. La luz de la pantalla del
móvil le ilumina muy levemente la cara, pero, eso sí, se ve desde aquí que tiene el
pelo tan lleno de purpurina que parece una bola de discoteca. ¿Adónde va así?
¿Dónde podría considerarse ese pelo normal, en el Capitolio? Además, esa ropa que
lleva es horrible, no pega nada: ¿pantalones estampados con cosas étnicas rojas y
naranjas, camiseta de tirantes verde fosforito y sudadera negra? ¿Qué clase de
diseñador de prestigio saldría así a la calle, por muy tintados que estén los cristales
del coche? Además, en serio, esa sudadera… Estoy segura de que es de terciopelo.
No sabía que se seguían haciendo cosas de terciopelo, sin contar sillas elegantes y tal
vez…
Mientras pienso todo eso, se me ocurre algo que puede sonar estúpido pero que
me arriesgo a preguntar.
—¿De verdad eres Alejandro Be?
Levanta la cabeza hacia mí y por un segundo parece que de verdad no se había
dado cuenta de que yo estaba allí. Luego alza una ceja con una maestría excelente.
—¿Por qué dices eso?
Hay algo en él que no me cuadra —aparte de todos los detalles estilísticos que
acabo de describir, claro— y, ahora que me fijo bien, uno de ellos es su edad. No creo
que este tío tenga más de veinticinco años o así. No me suena que el nombre de Be
fuera acompañado por cosas como «joven talento» o «uno de los diseñadores más
jóvenes de la industria» en las revistas, que es lo que sería normal con alguien de su
edad. Además, he reconocido su tipo de modelito: no es algo que te pondrías para
salir, es algo que usarías antes o después de arreglarte más, como ropa de estar por
casa. Luego está, además, que esa chaqueta sigue mosqueándome. Juraría que la he
visto en alguna parte…
Oh. Oh, ya sé.
Venga ya, no.
—No eres Be. Tú eres el que estaba espiando la sesión de esa revista la semana
pasada. El pervertido.
—¡¿Cómo que pervertido, niña?!
—Sí, bueno, una chica te llamó eso. Y la verdad es que lo parecías, con esa
chaqueta y la capucha puesta, ahí mirando desde el fondo… —Guardo silencio,
esperando su reacción. Seguro que es él. Espero que lo sea, porque si no significaría
que acabo de llamar pervertido a mi nuevo jefe.
Después de unos segundos interminables aguantándonos la mirada, baja del todo
el móvil y sonríe.
—Vaya, pensé que no te darías cuenta. Tu jefa no se ha enterado, eso está claro.
Aunque tenía razón y debería estar orgullosa por haberme dado cuenta, una
sensación muy agobiante me sube desde el estómago.
—¿Quién eres? ¿Me estás secuestrando, o de verdad trabajas para Alejandro Be?
—¿Para qué querría secuestrarte? Estoy seguro de que solo eres una de esas niñas
de clase media que cree que siendo modelo va a saltar a la fama y de repente va a
convertirse en Miranda Kerr o en una Cara Delevingne de la vida. —Pone los ojos en
blanco—. Como tú hay miles. Solo vengo de su parte, ¿sabes?, en plan mensajero.
Alejandro está demasiado liado como para hacer recaditos.
Mon dieu, que alguien deje que lo mate. Respiro hondo y miro hacia la ventana,
mordiéndome la lengua y con una paciencia que no sabía que tenía.
Tras unos minutos en silencio, el tío extravagante comenta:
—Oye, tampoco es para que pongas esa cara, niña. Deberías estar contentísima
porque se haya interesado por ti hasta el punto de contratarte.
—Lo que tú digas. Y no vuelvas a llamarme «niña».
Sonríe y vuelve al móvil. Me dedico a mirar por la ventana durante los siguientes
cinco o diez minutos, aunque no conozco esta parte de la ciudad. Algo en mí sigue
temiendo que este idiota con complejo de lentejuela andante me rapte, pero también
siento curiosidad. No sé qué leches firmé el otro día, pero tiene pinta de ser
interesante.
—Y, si no eres Be, ¿quién eres?
—Ya te lo he dicho, un mensajero.
—Que cómo te llamas.
—Ah. Soy Eric. —No se molesta en volver a mirarme—. Espero que te
acostumbres a mi presencia, porque tú y yo vamos a vernos bastante durante un
tiempo.
Echo la cabeza hacia atrás con un suspiro.
—Pues qué estupendo.
—Oh, así que tú eres de las sarcásticas. Puedo tratar perfectamente con vosotras,
no te preocupes. —Sonríe mientras escribe—. Curiosamente, Alejandro siempre me
encasqueta a mí a mocosas como tú.
—Probablemente sea porque no te soporta y no sabe cómo decírtelo.
—Claro que sí, niña.
—¿Por qué lo llamas Alejandro como si fuera tu colega de toda la vida?
Eric sonríe de nuevo como el chulito deslumbrante que es. No porque sea
brillante en sí, sino por el maquillaje y los complementos. Si me llegara el brazo hasta
donde está, me plantearía pegarle un puñetazo en la cara.
—Querida, me da que nunca has conocido un sitio igual.
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Al final de la calle 118
Ficção AdolescenteVivir al final de la calle 118 no es fácil. La madre de Valeria y Raven las abandonó hace años sin dar explicaciones y ambas han tenido que aprender a ganarse la vida. Mientras Valeria tiene un insignificante trabajo como modelo, su hermana patea la...