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Memorias, 2016.

Desde que tenía 11 años viví en un orfanato hasta la mayoría de edad. Pero, para que no sonara tan horrible este hecho, decía siempre que vivía en un "centro de protección de menores". Aún así, la gente me veía todo el tiempo con lástima al contarles, a pesar de que aclaraba que no había sido tan terrible como algunos aparentan que lo es.

De todos modos, era cierto. Siempre lo recuerdo como un hogar en el que me acogieron después de que mis padres fallecieron en un accidente automovilístico. El lugar era dirigído por monjas que ya pasaban los 40 años, siempre dispuestas a ayudar y a consentir a todos los niños que estábamos allí.

Pero, si te soy sincera, lector al que le contaré gran parte mi vida, lo que me mantenía feliz y fuerte siempre, era la compañía de mi mejor amigo Asher, el niño más valiente, alegre y explorador que había conocido hasta mi corta edad. Admiraba siempre cómo enfrentaba cualquier problema con una gran sonrisa desprendiendo seguridad a cualquiera.

Su llegada al centro fue poco menos de un año después de mi. Antes de conocerlo, era la niña callada y reservada que solo pensaba a diario en sus padres muertos; porque esa era la realidad: estaban muertos, y no los volvería a ver. El remordimiento por no haber podido ni siquiera despedirme de ellos antes del momento del accidente, me hacía sufrir todo el tiempo. Fue entonces cuando conocí a Asher y las cosas mejoraron. Me sentía bien a su lado, y eso bastaba para mí. Por eso llegué a aferrarme completamente a él.

Pasaban los años y cada vez mis sentimientos le pertenecían aún más a Asher, pero claro, era algo que jamás podría aceptar en voz alta, porque de todas formas siempre supe que él me veía más como una hermana, o al menos eso parecía en ese entonces.

O tal vez tú eras la que estaba ciega.

Sí bueno, por eso decidí nunca decir nada, por miedo a que tal vez las cosas se volvieran incómodas y eso. Lo que todos ya sabemos.

Como sea, al punto al que quiero llegar es que comencé a tener una gran dependencia emocional con él, y puedo reconocer ahora que para nada fue algo sano, para ninguno de los dos. Mi estado emocional siempre dependía de cómo Asher se sintiera; era como si yo estuviera de alguna extraña forma conectada con él. Lo peor de todo, es que en las ocasiones en las que Asher se metía en problemas, fuera lo que hubiera pasado, era como si me transformara en un animal salvaje que tenía la necesidad de defenderlo a toda costa de todo lo malo que le rodeara.

Cuando algún otro chico trataba de buscarle pelea, automáticamente me convertía en una fiera furiosa máquina crea-insultos.

Porque sí, resulta que insultaba un poquito (solo poquito) más de lo necesario cuando me enojaba. Y vaya que sí tenía una gran imaginación para crear los más hirientes insultos, jeje.

Al final, terminaba siendo yo la que recibía una gran bronca por hacer llorar a los otros niños. No es algo de lo que me enorgullezca, claro.

Poco después de que los dos habíamos cumplido los diecisiete, las esperanzas de que alguna familia nos adoptara se terminaron, porque vamos, ¿quién querría adoptar a un adolescente inmaduro y problemático que pronto será mayor de edad y podrá mantenerse él solito?

Pues nadie. Triste y cruda realidad. 

A menos, claro, que quieras a alguien que trabaje para tí gratis incluso haciendo de mayordomo, jaja.

Al darnos cuenta de que eso nunca pasaría, comenzamos a planear juntos la vida que tendríamos después de que nos graduáramos (en el orfanato las monjas nos daban clases en una pequeña escuela) y salir de Lullaby. Nos iríamos a Seattle, trabajaríamos durante un año y luego ingresaríamos a la Universidad de Washington.

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⏰ Última actualización: Jun 25, 2022 ⏰

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