ara muchos estadounidenses, la guerra fría es historia antigua. Hace tan solo unas décadas que el mundo se hallaba peligrosamente dividido en dos bloques, los países del Este y los de Occidente, y la política mundial venía definida por el antagonismo entre Estados Unidos y la Unión Soviética. Sucesos como la «acción policial» en Corea, que mató a millones de personas a comienzos de los años cincuenta del siglo pasado, y la crisis cubana de los misiles, diez años después, llevó a ambos Gobiernos y a sus aliados al borde de la guerra nuclear.
Al mismo tiempo, los estadounidenses experimentaban pánico ante un enemigo mucho más cercano a su hogar. Se trataba de la polio, abreviatura de poliomielitis, también conocida como parálisis infantil debido a su prevalencia en niños y adultos jóvenes. El agente causal, un virus que se difundía a través del contacto con materia fecal, se conocía desde los años treinta del pasado siglo, pero no se sabía cómo controlarlo. Durante los brotes epidémicos esporádicos, las autoridades cerraban las piscinas, los cines y otros lugares habituales de reunión con la esperanza de detener la enfermedad, que atacaba al sistema nervioso central y, a menudo, paralizaba e incluso mataba a sus víctimas. Los informativos en que aparecían niños con extremidades deformes y adolescentes inmóviles, metidos en pulmones de acero semejantes a ataúdes, aterrorizaron a la población como pocas otras imágenes de la época lo hicieron.
Por aquel entonces, durante el crudo invierno de la Guerra Fría, dos científicos extraordinarios, uno estadounidense y otro ruso, formaron una poderosa alianza. De haberla conocido, su empresa conjunta habría indignado a fanáticos de ambos lados del telón de acero. Su colaboración, puesta de manifiesto en materiales de archivo dados a conocer hace poco por la Universidad de Cincinnati y algunas fuentes contemporáneas, dio lugar a uno de los más grandes descubrimientos del siglo xx y salvó incontables vidas en todo el mundo.