Cuento contado

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El alegre y vital sonido del acordeón contrayendo y expandiendo su folé acompañado de las animadas melodías de flautas al son de las panderetas y el ritmo de los violines, hacían una hermosa música tradicional de pueblo. Risas se oían por doquier, en cada rincón y en cada espacio, no faltaba una sonrisa que iluminara más la noche.

Estrellado estaba el cielo, cubierto de un manto negro, cuyos luceros destacaban y se alzaban para danzar alegres con las personas de la pintoresca y avivada aldea. Las mujeres bailaban dando vuelos a sus largas faldas, girando y tomándose de brazo en brazo, zapateando y aplaudiendo, dejando que las florecillas se desprendieran de sus cabellos con cada movimiento.

Los hombres bailaban también intercambiando codos y dando giros a las damas, con un paso de pie muy particular y haciendo un sonar de palmas rítmico. Los niños correteaban y brincaban, festejando muy risueños, aunque sin saber el motivo de la fiesta, muy poco les importaba saberlo.

Los perros bien llenitos, alborotados también se pusieron, contagiados del ánimo que su gente tenía. Los faros alumbraban la calle como nunca antes lo había hecho. El suelo, adornado en piedras granate luminosas, devolvía brillos a quien pasara. Las casonas gigantes habían sido decoradas con esmero, cálidas y llamativas. Flores de nomeolvides y peonias daban la bienvenida a la inagotable fiesta, junto con girasoles y margaritas regados por todas partes.

Era hermoso y todo lleno de color. Hablase de una noche de 1824, en la reducida villa de RothenBurgo, donde Paulina, una joven extranjera proveniente de Italia, contemplaba feliz su alrededor, maravillada por el positivo cambio de humor de su gente al recibir la hermosa noticia que hoy sacudía a Europa. Sin embargo, Paulina no podía evitar no disfrazar el descontento tras su suave sonrisa gentil enarcada. Quien la viera diría que estaba feliz, pero para sus adentros, ella sentía que algo no andaba bien.

Paulina era una chica curiosa, y a veces un tanto enigmática. Su físico era adorable aunque especial, ciertamente, con aquella delgadez y esbelto cuerpo resultaba llamativa en aquel pueblo, donde casi toda la gente era robusta. Su piel era aceitunada, otra cosa que la diferenciaba, tersa como una hoja, cálida como un atardecer. La joven en sí resultaba graciosa, con su rostro tierno y su boquilla de niña, enmarcados por sus ojos esmeraldas, destellantes como un anhelo.

Paulina era hermosa, tanto fuera como por dentro. Era tranquila, y sosegada, de poco habla y profundo analizar. Era muy querida por los demás campesinos, pues era encantadora y afable. Solía sonreír siempre, sin costo alguno, pero esta vez, mantener la sonrisa le empezaba a resultar difícil.

Melancólica yacía mirando el suelo de piedras despampanantes, cuyos reflejos revivían sus ojos pesarosos. Paulina no se sentía a gusto con algo y no sabía qué ese algo podía ser. Un mal augurio se hacía presente y latente en su pecho, una punzada corta que la hizo por un momento sentir agonizar.

La rara sensación tornó más desagradable, y Paulina no sabía si presentía que algo iba a acontecer, o que simplemente una enfermedad estaba próxima a padecer. Las estrellas esa noche parecían hacerse la misma pregunta, brillando cada una por turnos.

Un joven apuesto, de cabellos rubios y azulada mirada, se le acercó. Con una sonrisa traviesa, le tendió la mano, pidiendo con amabilidad su permiso de bailar.

-¿Gustas?

La tomó desprevenida la repentina osadía.

Aunque ella no tenía precisamente muchos ánimos, se le antojaba difícil rechazar la oferta, pues no se trataba de cualquier chico, era el que a ella tanto le gustaba, Macian, que aunque era un simple herrero, a ella le bastaba tan solo mirarlo para suspirar como tonta. Algo tenía, que le encantaba.

El cielo que se quedó sin estrellasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora