uno.

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poco sabía más allá de lo que le fue enseñado en casa, de lo que escuchaba en misa o dictaba la catequista con aquella voz melódica que tenía: joven muchacha que fumaba cigarrillos a hurtadillas una vez la misa terminaba. poco entendía más allá de lo que era capaz de cuestionar, silencioso y obediente. poco más sabía acerca del recién llegado que rumores y cotilleos detrás de la puerta del servicio donde juraban sus compañeros, el espectro de una niña atormentaba a los incautos. poco necesitó saber para creerle, confiarle su vida con los ojos cerrados y cuestionar, si realmente existe eso a lo que llamamos "paraíso".

era delgado, como el hilo de la telaraña que buda envió al infierno. era fuerte, como la voz de su abuelo llamándolo para entrar a cenar. con el cabello rojo como el lago de fuego que da entrada al Infierno y los ojos negros, oscuros, llenos de misterio enmarcado de pestañas largas. tenía la voz tan gruesa y poseía un grito devastador como el que daría cerbero al ladrar en la puerta del Inframundo. pero su llanto, sus lágrimas eran puras. le nublaban los ojos de desespero, de miedo. porque chan daba miedo, a todo el pueblo y a sí mismo. pero a minho...

a él jamás.

一 ¡no corran, niños! 一 la joven monja se sujeta ambas manos contra el pecho, pegando de gritos a sus alumnos de catecismo que como cada vez que termina las clase, salen disparados rumbo a la salida 一 ¡van a lastimarse!

el coro de chiquillos traviesos y sus pisadas por el salón y las escaleras de hace más fuerte, entre risas y empujones. los zapatos sucios y rotos de tanto jugar en la tierra golpean el asfalto a cada paso, que poco a poco se difuminan en el ambiente haciéndose más tenues, más lejanos.

todos los domingos al terminar catequismo, el edifico que sirve de salón de clases detrás de la iglesia de llena de dulce e infantil música de voz de esos pequeños que acuden cada semana, puntuales a sus clases. los pequeños que van a prepararse para su primera comunión llegan bien peinados y bien bañados dispuestos, siempre con una camisa bien abotonada y el suéter en su sitio, sin pelusas. impoluto, como a su madre le gustan las cosas, un castaño de suéter blanco y gafas cuadradas en el rostro, guarda su cuaderno en la mochila bajo la mirada preocupada de su catequista. cabizbajo, callado y muy reservado, minho acudía a tomar clase siempre con miedo de entrar a la iglesia, sabiendo que apenas terminara la misa tenía que ir a la escuela en la parte trasera, en fila junto a sus compañeros quienes poco menos, le daban pánico. le sudan las manos mientras sube los escalones y sujeta entre sus dedos las cuentas, mientras reza con todas sus fuerzas y el corazón oprimido pidiéndole a dios piedad, que por todas su divina gloria, no sea atacado ese día. sólo pide un día, todos los días. pide una oportunidad de encontrar el regreso a su camino, pide que le ayude a comprenderse, pide que le tengan lástima suficiente para no dejarlo dentro de los baños de nuevo, encerrado. y cuando los días son más grises, más pesados y el pecho duele más que de costumbre, minho pide un milagro. un ángel de la guarda.

el chico se cuelga la mochila al hombro, suspirado con pena y cierra los ojos, llevándose la mano derecha al rosario que cuelga de su cuello bajo la camisa. sor marcella lo mira, observando cómo esos labios pequeños y rosados se mueven rápidamente en murmullos susurrados, plegarias angustiadas. minho recibe la bendición en silencio y se retira con un quedo "ve con bien" susurrado por la monja, al que se aferra con todas sus fuerzas.

"ve con bien" también le dice su madre al dejarlo ir a la fila, besando su frente y mirándolo con los ojos brillantes de amor. minho no sabe qué es ir con bien a algún sitio, porque, apenas sale de casa, la angustia lo ataca, escuchando las voces de sus compañeros y vecinos quienes se apresuran para acorralarlo contra una pared y hacer de él un manojo de nervios, de súplicas, de "por favor, déjenme ir" que son acallados por las burlas crueles y llenas de veneno que dirigen a él. los apodos hirientes se incrustan en su pecho como las espinas de al corona, haciéndole sangrar y llorar, cubriéndose la cara de los golpes, abrazándose a sí mismo en el suelo cubierto de nieve. y siempre se van, dejándolo sobre advertencia de que si se le ocurre decirle a alguien, ellos contarán su secreto.

𝗳𝗶𝗿𝗲𝗹𝗶𝗴𝗵𝘁,  𝖻𝖺𝗇𝗀𝗂𝗇𝗁𝗈.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora