El préstamo

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No se lo que es lo peor de mi vida. Si tener noventa años, si vivir solo en un piso de treinta metros cuadrados con una sola ventana pequeña que da a un patio de luces maloliente o si tener una pensión pequeña, una pensión mutilada por un préstamo pendiente con un banco que nunca podré terminar de pagar.

El caso es que la vida parecía destinarme una vejez si no feliz, tranquila por lo menos. Cuando me jubilé llevaba viudo más de diez años y nunca había rehecho mi vida. Quiero decir con esto que nunca volví a tener una pareja estable. De vez en cuando, me desahogaba con alguna barragana y nada más derramar las últimas gotas me subía los pantalones y no volvía a pensar en ello hasta varios meses más tarde, que volvía a repetir la jugada.

Tenía un hijo que vivía en un barrio distante y casi nunca nos veíamos. Por eso me extrañó cuando un día se presentó en mi casa a pedirme dinero prestado. Me dijo que le había salido mal un negocio y andaba apurado, tenía que pagar unas facturas pendientes y...

Se quedó así, a mitad de la frase, sin saber cómo acabarla. Necesitaba mil euros y le dije que no los tenía en casa, pero al día siguiente los sacaría del banco y podría pasar a recogerlos. Se marchó precipitadamente, casi no me dio las gracias y no me preguntó por mi salud ni se interesó por cómo me encontraba. Se le veía muy nervioso.

Al día siguiente volvió, recogió el dinero y me dijo que me lo devolvería pronto, parecía aliviado. Yo sabía que nunca me lo iba a devolver, pero que podía hacer, era mi hijo.

Si por lo menos me hubiera dado un abrazo.

No volvió hasta unos cuatro meses más tarde, me contó una confusa historia que ya no recuerdo y volvió a pedirme dinero, esta vez mil quinientos euros. Le dije que se los daría al día siguiente y cuando vino a recogerlos le manifesté que eran los últimos, que no tenía más medio que mi pensión y no podía seguir dándole dinero.

- Ya sabía que no podría contar contigo – y se marchó dando un portazo, pero llevándose el dinero.

Desde el portal me tocó el timbre de la casa y pensé que se iba a disculpar. Pero solo dijo:

- Viejo imbécil- Y se fue.

Estuve casi un año sin saber nada de él, hasta que un día, la víspera de Navidad me llamó y dijo que le gustaría cenar conmigo. Era la cena de Nochebuena pero yo sabía que no iba a ser una buena noche.

Se presentó tarde, despeinado y sin asear y creí que estaba borracho. Después supe que el problema no era el alcohol, sino la cocaína y otras drogas. No me pidió dinero, pero cuando se marchó descubrí que en algún descuido mío, seguramente cuando fui al servicio después de cenar, había entrado en mi cuarto y se había llevado las joyas de su madre y una tarjeta de crédito mía. Lo de la tarjeta de crédito lo supe cuando me llamó el banco diciéndome que tenía un descubierto de más de dos mil euros por el uso de la tarjeta. Tuve que firmar un préstamo para hacer frente al problema y di orden de cancelar todas las tarjetas, aunque ya era muy tarde. Debería haber hecho una denuncia cuando faltaron las joyas, podrían haberle detenido y quizá se hubiera salvado.

Al verano siguiente, lo recuerdo con precisión porque fue en la fiesta de la virgen de Agosto, día del santo de mi mujer y siempre le subía flores al cementerio. Cuando volví a casa estaba esperándome a la puerta. Estaba como loco, muy nervioso y nada más que entramos en casa se puso a llorar.

- Me quieren matar, papá, me quieren matar – hacía muchos años que no me llamaba así.

Tenía deudas de juego y drogas y lo perseguían.

- ¿Cuánto debes?

- Veinte mil euros más intereses

- ¿Y cuánto tienes tú?

- Nada, no tengo nada – y volvió a llorar.

- Yo tampoco lo tengo, hijo.

- Tienes que avalarme un préstamo, puedes poner el piso como garantía. Yo empezaré a trabajar en lo que sea, en la construcción o descargando camiones, te juro que yo pagaré el préstamo.

Estoy seguro de que en ese momento era sincero.

Avalé el préstamo, cogió el dinero y no lo volví a ver en un año y medio. Fue en el juicio de la demanda que nos presentó el Banco por la deuda del préstamo.

Se presentó al juicio vestido con un elegante traje y un maletín de ejecutivo. Dijo que estaba pasando un periodo transitorio de falta de liquidez y que tomaran una segunda hipoteca sobre el piso. El banco, que sabía que el piso ya era casi suyo, se negó.

Perdí el piso y a los tres días del juicio recibí una visita de la policía. Habían encontrado a mi hijo tirado a la orilla del río, con una aguja clavada en el brazo derecho.

- Muerto por sobredosis – me dijeron respetuosa y cansinamente.

Siempre había pagado un seguro de decesos para mi mujer, mi hijo y para mi mismo y gracias a eso pude enterrarlo. Casi no asistió nadie al funeral, la gente huye de las desgracias, por si son contagiosas.

Subastaron el piso, pero dijeron que no había alcanzado para liquidar el préstamo y todos los gastos originados, así que me embargaron la pensión y solo me queda el mínimo legal que marca la ley. No tengo esperanza de acabar de pagar el préstamo, tendría que vivir hasta los ciento diez años.

Dicen que los ricos quieren a sus perros más que a sus hijos. Al atardecer se los ve por sus barrios elegantes paseando a sus perros recién bañados en las peluquerías para canes de gente rica y si hace frio los visten con abrigos mejores que la triste gabardina sucia y rota que tengo como única prenda para abrigarme en invierno.

Tengo poco dinero, pero todos los meses compro en la carnicería los restos de carne que nadie quiere, deshechos de los buenos filetes y solomillos y la mitad los uso para mi propia comida. Con el resto hago bolas rellenas de trozos de cristal y por las noches doy un paseo por los barrios altos y las arrojo por encima de las vallas que separan los jardines de la calle. Al olor de la carne, los canes, esos perros tan queridos por sus dueños, ladran de placer.


Relato publicado en elblog  https://angelb54-relatos-en-tiempos-del-caos.blogspot.com/2022/04/el-prestamo.html

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⏰ Última actualización: Apr 28, 2022 ⏰

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