El creador de relojes

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  Hace algún tiempo, en un pequeño callejón de una gran ciudad vivía un hombre modesto de nombre Simón y de profesión relojero, su existencia no era solitaria sino que vivía con su mujer y esposa, Matilde. La feliz pareja disponía de una joyería donde vendían los mejores relojes del mundo, ya que se decía que Simón tenía un don innato para crear relojes de extrema precisión capaces de durar años sin desviarse un solo microsegundo.

  Desgraciadamente su don era también su maldición; su obsesión hacía que se pasara horas y horas, días y días, encerrado en su taller escuchando el "tic-tac" de todos sus relojes con el objetivo de crear la máquina perfecta, el llamado Móvil Perpetuo, un artilugio capaz de funcionar eternamente solo con un impulso inicial, desafiando así las leyes de la física.

  De esta forma, sus mecanismos se acumulaban en su taller a medida que pasaban los años, sirviendo solo de escaparate de sus múltiples intentos en busca de tan inverosímil objetivo. Mas él seguía intentándolo, tenía la teoría que el uso de una joya de soporte de peso correcta sobre la rueda del engranaje conseguiría ajustar a la perfección la velocidad de rotación necesaria para que la maquina funcionara de forma perpetua. Llevaba años tratando con diversos materiales; zafiros, diamantes, oro, plata, pequeños frascos de cristal rellenos con agua, mercurio, sangre... con el objetivo de conseguir el peso milimétrico y la velocidad correcta.

  Cuando acababa un nuevo reloj, se pasaba una hora entera con la oreja enganchada al mecanismo, oyendo solo el compás del reloj, valorando la sincronía de éste con su concepción del tiempo ya que ese era su don realmente, su capacidad para fragmentar cada espacio de tiempo, de forma natural, a un nivel tan increíblemente ínfimo que el universo se plegaba sobre si mismo cada vez que ponía la oreja.

  Y es que se dice que el universo es una melodía constante cuyo tempo o velocidad maneja la percepción humana del tiempo pero cuyas notas somos incapaces de escuchar debido a que se necesitaría poner atención durante toda una eternidad para escuchar un simple movimiento de ese engranaje cosmológico que rige nuestras vidas. Para Simón ese mismo tempo era un dualismo universal como el bien y el mal, la onda y partícula, la vida y la muerte, el cuerpo o el espíritu o... el tic y el tac.

   Por ello, su obsesión no solo se debía a la maquina perfecta sino también a la imperiosa necesidad de sincronizar su mecanismo, no solo con el tiempo planetario o local, sino a nivel cosmogónico, universal. Tal fue su obsesión que pasaba sus últimos días encerrado en su taller, escuchando la melodía desacompasada de una multitud de relojes sonando por toda la habitación y resonando en su cabeza, advirtiéndole de su constante fracaso.

  Una noche cualquiera, su mujer, ya preocupada por la situación, entró en su taller:

-Simón, me duele la cabeza, me voy a acostar pronto, ¿Por qué no vienes a la cama conmigo?- Preguntó con una voz triste y dolorida a su marido.

-En seguida voy, dame un segundo- Contestó el marido distraído. Sin embargo y por desgracia, esas fueron las últimas palabras que recitó a su mujer.

  Su amor por él la había permitido continuar soportando esa vida alejada del hombre que amaba por culpa de la obsesión de éste, pero ese mismo amor había hecho mella en su corazón para acabar muriendo tristemente y sola en su cama de un derrame cerebral.

  El mismo día de su funeral, Simón entró en su taller dispuesto y con un mazo en la mano y se dedicó a romper y destrozar con furia, uno a uno, esos instrumentos demoníacos que lo habían vuelto loco. No fue hasta que acabó con el último de ellos que se sentó en su silla de siempre, se apoyó en su mesa de siempre y, sin poder reprimir más sus lágrimas, rompió a llorar como nunca. De sus ojos brotaban las lágrimas y se deslizaban lentamente por sus mejillas con pena para acabar cayendo sobre la multitud de materiales y herramientas de trabajo esparcidas por el escritorio.

   Al día siguiente, arrepentido y aún apenado, volvió a entrar al taller para recoger los restos de sus artilugios y continuar con su profesión como lo había hecho en el pasado, mas no pudo evitar fijarse en algo; situada sobre la mesa, sobre una lámina pequeña de plata, había una lágrima del día anterior: una pequeña gota imperecedera, perfectamente redondeada con una superficie lisa, como una perla transparente. Rápidamente cogió un frasco de cristal minúsculo, poco más grande que la cabeza de un alfiler, y una aguja con la que ayudó a meter la lagrima dentro, un trabajo preciso por el que se necesitaba un gran pulso digno del mejor relojero.

  El resto del día se lo volvió a pasar encerrado en su taller, construyendo un nuevo reloj a partir de restos de piezas, como había hecho hasta ahora. Su pieza final fue ese pequeño frasco, diminuto y frágil, que incrustó con gran maestría sobre la rueda principal. El último paso fue darle cuerda al artilugio, la chispa de vida que necesitaba esa lagrima para empezar con su perpetuo movimiento, girando lentamente en la rueda y trazando una circunferencia perfecta.

  Así, contemplativo, observó esa esfera brillante y misteriosa moverse en la máquina eterna al compás del tictac. Un nuevo cosmos de vida creado a partir de la angustia inicial, revivido con una chispa de energía y que acababa de empezar su largo viaje por un mecanismo eterno que llevaría a las creaciones que habitaban en ese minúsculo universo a cuestionarse metódicamente su existencia a la vez que seguían viviendo sus vidas al compás de un tempo del que no eran conscientes.

 Simón reposó sobre la silla con el reloj en la mano; sus horizontes se abrieron, su universo se tambaleó a su alrededor y, súbitamente, se sintió como un autentico Dios.

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