Cuando mi abuela murió, mi madre, que había vivido en la ciudad por varios años y trabajaba
como auditora contable en una compañía de envíos, decidió que nos mudaríamos a la casa de mis
abuelos. Yo estaba muy chica cuando esto ocurrió. Sin embargo, podía entender la razón por la que
ella tomaba aquella decisión. Después de haberse trasladado a la ciudad mi madre en pocas, o
ninguna ocasión había ido a visitarlos. El trabajo y otros deberes se lo impedían, era de lo que
siempre hablaba con alguien al teléfono. Cuando recibió la carta de la notaría, avisándole del
fallecimiento de mi abuela, la vi llorar toda la noche. No pudo ir a su funeral, la carta había llegado
una semana después.
Las cosas no eran simples en la vida de mi madre. Mi padre la había abandonado cuando yo
todavía no había nacido, y ella había decidido continuar por su cuenta. Debido a sus asuntos,
nunca me había llevado a ver a mis abuelos, era razonable, ellos vivían en provincia, a cuatro horas
de la ciudad más cercana. Así que después de enterarse de la noticia puso todo en orden, dejó su
trabajo, vendió el auto y las cosas que tenía y nos marchamos.
Recuerdo el día en que arribamos a aquel lugar, dejamos la carretera y llegamos, después de una
caminata de quince minutos, que a mí me pareció de cinco horas. Yo, una niña que apenas si había
visto el verde de los pocos árboles plantados junto a nuestro condominio y rodado en la escasa
hierba del parque, quedé impresionada al ver el colorido del paisaje, nunca antes habían visto cosa
semejante. Era un pequeño pueblo, con unas casitas a medio blanquear con cal y agua, que a mí
me parecieron pequeñísimas. Estaban repartidas a lo largo de un angosto camino que iba desde la
carretera y se internaba en el verde montañoso, siempre fascinante para mí.
La casa de mis abuelos, como las otras, era de esas casas viejas, construidas por allá en los años
antes del siglo de la revolución tecnológica. En el corredor de la casa estaba echado y a medio
dormir un perro, quien al vernos se puso de pie, sacudió sus orejas y comenzó a ladrar temeroso,
yo en su lugar también lo hubiera estado si me hubiesen sorprendido de la forma en que lo
hicimos mi madre y yo.
—Este debe ser Mus —dijo mi madre.
De pronto desde un lado de la casa apareció un anciano, su cabello era gris y su cara
apergaminada, como el cuero de un libro antiguo. Caminaba de quedo encorvado sobre un bastón,
un palo tallado posiblemente por él mismo. La camisa desabotonada dejaba ver su cuerpo
escuálido y velloso.
—¡Tranquilo, Mus¡—dijo.
Su voz sonó grave y sus palabras tenían la serenidad de las personas de esa edad. Mi madre al
verlo dejó caer sus maletas y corrió hacia él y estuvieron abrazados por un largo rato. Lloraron
juntos mientras yo estaba allí haciéndome preguntas infantiles en mi cabeza. Después de haberse
desahogado mi madre me llamó junto a ellos y me presentó a mi abuelo, él me dio su bendición y
desde ese día nos olvidamos del ajetreo de la ciudad.
Mi madre empezó a cuidar de la casa, de mi abuelo y del jardín que había sido, según él, el lugar
favorito de mi abuela. No tardé mucho tiempo en acostumbrarme a aquel ambiente, la verdad es
que era mucho más agradable que el bullicio citadino. Llegué a amar cada cosa que había en aquel
lugar y en ocasiones pensaba que toda mi corta vida la había estado viviendo en el lugar
equivocado. Entre las cosas que amaba estaban los libros que tenía mi abuelo en un rinconcito de
la casa, eran viejos, pero eso tal vez los hacía más interesantes. Sin embargo, a lo que pronto llegue
a tomarle más gusto fue a las noches en aquel pequeño pueblo provinciano. Al atardecer los otros
chicos del pueblo y yo, que ya tenía como amigos, recogíamos leña en los alrededores, junto a los
cafetales y los platanales, y la juntábamos en el patio de la casa, junto a un grueso tocón de
alcornoque. Cuando comenzaba a anochecer mi abuelo encendía el fuego y se sentaba en aquel
tocón y empezaba a hablar de cosas extraordinarias. Cosas que nunca me habían pasado por la
mente.
Mi abuelo solía contarnos historias acerca de duendes y fantasmas. Sobre brujas y espíritus que se
ocultaban en los rincones, o en la penumbra, para sesear al oído de las personas y extraviarlas o
llevarlas por un camino a ningún lugar. Aun puedo recordar aquellas noches, alrededor de la
hoguera, todos atentos a la lenta mirada de mi abuelo, sus cejas blancas se movían de una forma
muy particular. Algunas de esas historias, ciertas o no, nos causaban, a los chicos y a mí, cierta
incomodidad; aunque debo decir que a la vez me provocaba fascinación y un encanto perverso.
Aun cuando aquellas historias eran contadas con el ánimo de causarnos miedo, no podíamos evitar
escucharlas.
Había muchas historias que el abuelo, siempre sentado sobre aquel tocón, nos contaba. Pero de
todas siempre hubo una que le causó gran revuelo a mi imaginación. Era acerca del cazador de la
Montaña de la luna. La primera vez que escuché esta historia me dejó petrificada y por muchos
días evité ir sola a la quebrada, o cuando los otros chicos me decían para ir a recoger la leña, les
decía que mi madre me había encomendado alguna labor que debía hacer con prontitud.
De esta forma comienza la historia:
Mi abuelo se carraspeó la garganta y se acomodó el sombrero sobre su rodilla, la cual no dejaba de
mover bruscamente, miró a un lado y luego, con la misma pausa, miró al otro; como para
asegurarse que todos estuviésemos atentos. Luego dijo señalando con su decrepito dedo hacia la
montaña: «Esa que ven allá a lo lejos, oscura y en silencio, es la Montaña de la luna. Así la llamaron
una vez quienes vivían junto a la quebrada. La llaman así porque cada noche de luna llena ella sale
coronándola, y entonces las personas solían decir que aquella sería una mala noche porque el
cazador no los dejaría dormir. Y todos se encerraban temprano en sus casas.
El cazador por supuesto había sido un hombre llamado Santos Simón. Quienes lo conocieron, mi
padre y mi madre, decían era un hombre avispado, de alta estatura y barba colorada como el pelo
de un capuchino. Vestía pantalones rasgados y camisas remangadas al codo, además llevaba sobre
sus greñas, greñas mezcladas entre lo nativo y lo llegado del continente africano, un raído
sombrero de palma.
Era este hombre, Santos Simón, gran amante de la parranda y los bailes, de las fiestas y los rituales,
de los cantos y los alborotos; y con eso digo algo de él. Sin embargo, y para infortunio, lo que más
amaba el espíritu de aquel hombre, menos intrépido que una ardilla, era la faena de la caza.
Cazaba monos y ardillas, picures y liebres, armadillos y roedores, venados y cualquier bestia cuya
carne fuera apetecible para el estómago de él y su mujer. En pero no era un cazador común y
corriente como cualquier otro. Santos Simón cuando iba de cacería a la montaña no llevaba ni
armas de pólvora, ni arcos con flechas, ni mucho menos lanzas, ni garrote. Él acostumbraba ir a la
montaña solo con un machete y un cuchillo, el que colgaba de su cintura en una vaina hecha por el
mismo de cuero de venado. Nada más llevaba consigo y aun así siempre volvía con algún animal de
cacería.
Mucho se pregonaba en el pueblo de la destreza que tenía Santos Simón para la caza y lo
felicitaban cuando él presumía de ella. Pero más que destreza, era maña la que usaba este hombre
para llevar a cabo sus menesteres. Y la maña, buena o mala, tiene sus pros y sus contras. Sin
embargo, Santos Simón seguía saliendo y volviendo cada día con una presa nueva.
Pero desde que el mundo es mundo, como en todas las cosas, el monte tiene sus reglas. Bien dijo
Dios a su hijo allá en el edén, que comiera de cualquier animal y tomara de la tierra su sustento.
Sin embargo, los animales son criaturas, y las criaturas en el monte tienen su sino. Además quien
lo haga valer.
Cierto día Flavia, así se llamaba la mujer de Santos Simón, le dijo a su marido que quería comer
algo nuevo, porque esa tarde habían terminado de comerse algo que les quedaba en la olla: una
que otra pieza de capuchino.
—¡Bue, mujer! —dijo el hombre—, esta noche voy al monte y traeré picure.
Así hizo Santos Simón aquel día, salió de cacería y al amanecer volvió con un picure terciado al
hombro.
Otro día dijo Flavia a su marido:
—¡Gua, pues¡, ya estoy cansada de picure y capuchino.
Entonces Santos Simón dijo que iría esa noche por un venado. Tal como dijo hizo, y al amanecer su
mujer lo vio llegar con un venado en los hombros.
Así se repetía cada día, o cada vez que Flavia pedía a Santos que le trajera alguna nueva presa. Él
salía al monte y siempre volvía con lo que quería comer su mujer.
Ocurrió que una tarde Flavia le dijo a Santos Simón que quería comer armadillo, que fuera al
monte esa noche y cazara uno. Y el hombre para complacer a su mujer así se dispuso a hacer. Esa
noche la luna salió de detrás de la montaña y Santos se colgó el cuchillo en la cintura, agarró su
machete y se fue al monte.
El amanecer llegó y los gallos, cantaron pero Flavia no vio aparecer a su marido. Era media mañana
cuando Flavia, preocupada por el retraso de Santos Simón, fue a ver a su compadre. Este que
conocía la maña del hombre reunió a un grupo y se fue al monte a buscarlo, temiendo que algo
malo le hubiese pasado a su compadre. Pasó el resto del día, llegó la tarde y ya las cigarras del
anochecer atormentaban la noche, cuando vieron aparecer a los hombres por un caminito que
bajaba de la montaña.
Nada dijeron, pues no habían encontrado rastro alguno de Santos Simón en todo el monte. Sin
embargo, el otro día, bien temprano, el compadre y sus acompañantes volvieron de nuevo a
buscarlo. Caminaron y caminaron hasta que por fin llegaron a una cueva entre dos grandes piedras
en medio de la montaña. Junto a la entrada, los hombres encontraron el sombrero, el cuchillo y el
machete de Santos Simón.
Algunos de los que estaban buscándolo creyeron que de seguro una fiera lo había atrapado y
arrastrado al interior de aquella cueva. Otros dijeron que quizás había entrado y se había
extraviado en la oscuridad. Pero el compadre, que como he dicho conocía la maña de Santos
Simón, dijo que lo mejor sería ir al pueblo vecino por el ensalmador, ya que no creía que aquello
significase algo bueno.
De esa forma hicieron y cuando el ensalmador del pueblo vecino llegó al lugar dijo que Santos se
encontraba adentro de aquella cueva, pero que no estaba solo. Que los espíritus del monte,
señores y dueños de los animales lo habían encerrado allí. Y que además le habían echado un
maleficio como castigo por sus actos.
Asustados los hombres se preguntaban cómo harían, y el ensalmador habló de nuevo y les dijo a
todos que él iba a entrar a la cueva, pero que iba a necesitar un puñado de piedras de sal, un
ramillete de tabaco y café molido. Inmediatamente algunos hombres fueron al pueblo, le trajeron
aquello que demandaba. Ya con todo en su haber el ensalmador se puso de espaldas hacia la
cueva y empezó a caminar hacia su interior.
Algunas horas pasaron hasta que por fin los hombres que esperaban afuera lo vieron aparecer con
Santos Simón. Lo traía amarrado con unos bejucos y este gruñía como un animal salvaje. Algunos
corrieron asustados al verlo y volvieron al pueblo, mientras que los que se quedaron fueron
testigos de cómo las palmas de sus manos estaban volteadas hacia atrás y eran de un color negro y
tenía los ojos rojos como los de un animal con mal de rabia.
Entonces el ensalmador tomó el sombrero de Santos Simón, dijo unas palabras que muchos no
llegaron a entender, y se lo calzó sobre las greñas, que habían crecido de una forma inesperada y
desproporcional. Luego tomó el cuchillo y se lo colgó en la cintura y le colocó el machete en el
capote y le dijo—:
—Vuelve a caminar pa'lante, porque los amos del monte te han permitido seguir siendo hombre.
Y dándole un empujón echó a Santos por delante y se pusieron de camino para el pueblo. Ya allí
Santos se recuperó y las manos volvieron a ser del color de antes y a tener su forma normal, y dejó
de gruñir como animal.
Sin embargo, según las palabras del ensalmador, no estaba del todo curado, ni lo estaría de nuevo.
No debía volver a cazar nunca, le dijo a Santos, ni con maña ni sin ella. Además —dijo también—,
cuando vayas al monte oirás que te llaman por el nombre que ellos te han puesto, no vuelvas ni a
derecha ni a izquierda.
De esta manera vivió santos Simón por mucho tiempo, pero quien ha tenido maña la tendrá toda
su vida, sea buena o sea mala.
Aconteció que cierta tarde Flavia le dijo a su marido que ya había pasado mucho tiempo, que ya
era hora de que olvidara lo ocurrido y fuera al monte por algún animal.
—Tienes razón, mujer —dijo Santos que no veía el momento de volver a sus andanzas.
Esa tarde metió el cuchillo en la funda, se calzo el sombrero y agarró el machete y desapareció en
el monte. Flavia esperó y esperó toda la noche a su marido. Pero al igual que antes Santos Simón
no volvió con ningún animal. Entonces ella fue a ver a su compadre y este sospechando que había
ocurrido lo de la vez anterior fue a la montaña, hasta la cueva de donde lo habían sacado; pero
cuál fue su sorpresa cuando al acercarse vio que la cueva había desaparecido y también las dos
piedras que estaban cerca de la entrada. Asustado el compadre fue a ver al ensalmador, quien
estaba raspando el cuero de un venado, pero este le dijo sin interrumpir su labor y sin volverse a
mirarlo—: Ya no busquen a ese hombre, porque los amos del monte se lo han llevado y como
castigo lo han convertido en salvaje.
Muchos no creen esta historia. Pero en las noches en las que la luna es nueva o en las noches en
las que no hay luna, se solía escuchar gritos y rugidos en la Montaña de la luna y los ancianos que
conocían la historia solían decir que los amos del monte habían soltado a Santos Simón para que
cazara. Y resultaba que al amanecer gallos y gallinas, perros y cualquier animal de casa aparecían
muertos, sin más. Estos sucesos asustaron tanto a las personas que vivían en el poblado, que uno a
uno se fueron marchando de allí por temor al salvaje Santos Simón. Solo su mujer Flavia se quedó
en aquel lugar y más nunca se supo de ella.»
Después de terminar de contar el relato del Cazador de la Montaña de la luna mi abuelo se puso a
fumar su tabaco. Algunas noches después de acabar sus relatos nos decía mirando hacia aquel
trémulo lugar —: ¿Escuchan? Ese ha de ser Santos Simón.
Nerviosa yo miraba hacia la montaña y en una ocasión vi una luz que iba de un lugar a otro en
medio de aquella oscuridad. Al preguntarle a mi abuelo, él me dijo que aquella luz era Flavia que
alumbraba el camino para que Santos Simón volviera a casa con ella... pero que él nunca
regresaría.
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El Cazador de la Montaña de la luna
Mystery / ThrillerUn breve relato contado junto al calor de la hoguera.