Mientras observaba tendida sobre su cama el vuelo perezoso de las motas de polvo, Katia llegó a la conclusión de que la última semana de su vida había sido un completo desastre. Por un lado, el escaso botín de herramientas herrumbrosas y vasijas cuarteadas que había conseguido arrancarle a las ruinas de Campanarios -y que ahora yacía tirado sobre su escritorio- no alcanzaría para pagar el alquiler. Por el otro, los petroglifos de las cavernas Istfell habían resultado ser otro callejón sin salida, poco más que papel y tinta gastados en vano intentando encontrar un escape de aquel yermo perdido de la mano de dios. Y para rematar, a la bota izquierda de su último par bueno se le había hecho un agujero en la suela por el que podría pasar un caballo con todo y jinete. Lo peor del caso, pensó, es que esta ni si quiera había sido su peor semana. Entre las candidatas a ese puesto estaban la que tardó en cruzar el desierto tras su resurrección en el interior de La Necrópolis, el par de semanas que pasó durmiendo en la calle tras su llegada a Fogtown, y los escasos cinco o seis días que estuvo perdida en lo profundo de un complejo de catacumbas luego de conseguir trabajo como Carroñera. Todo debido a que una noche hacía cuatro años, seis meses y diecisiete días, un desconocido decidió asesinarla. ¿La razón? Ojalá la supiera.
Antes de que el calor bochornoso del mediodía la convirtiera en una mancha de sudor sobre las sabanas, Katia se levantó para acercarse a la ventana de su pequeña habitación. Por el camino evitó deliberadamente mirarse en el espejo que colgaba de la pared para no tener que pasar por el ritual lamentable de buscarse en su desaliñado cabello negro y contemplar con horror las bolsas bajo sus ojos de lechuza moribunda. Una vez se asomó, la recibieron la brisa salada del puerto cercano y el escándalo habitual del mediodía en "La mayor de las siete ciudades", título por el que insistían en llamar sus habitantes a aquel desbarajuste de endebles edificios de madera y ruinas majestuosas convertidas en prostíbulos. Abajo, en la avenida de los especieros, la multitud de gentes de toda raza y condición imaginable que trataban de abrirse paso a empujones mientras vociferaban en una docena de lenguas distintas podían dar al ojo inexperto la impresión de estar presenciando una trifulca. Sin embargo nada más lejos de la realidad, aquel era el estado natural de las cosas en Fogtown.
Cuando apenas comenzaba a distraerse con el ir y venir de los mercaderes y trabajadores del puerto, la joven reconoció al otro lado de la avenida una figura familiar, la de un daevah de cabello verde como algas marinas. Llevaba las manos encajadas en los bolsillos de un abrigo raído, y mientras estaba de pie se balanceaba suavemente, como si incluso en tierra pudiera sentir el vaivén de las olas. Por un momento Katia deseó con todas sus fuerzas que el daevah se encontrara allí por mera coincidencia y no para amargarle la mañana, sin embargo al ver que este comenzaba a cruzar la avenida en dirección a la pensión donde se alojaba no le quedó más remedio que despedirse de la relativa tranquilidad de la que había gozado hasta ese momento.
Tras unos minutos, escuchó como tocaban a la puerta con fuerza suficiente como para hacerse oír al otro lado del océano. Exhalando un suspiro de resignación, se levantó y fue a apoyarse junto a la pared.
—Ugh, ¿quién es?—Preguntó
—El jefe quiere verte.—Contestó el daevah, que no parecía estar contento de que lo emplearan como mensajero.
—¿"El jefe quiere verte"? Hm... Carajo, pues la verdad no me suena de nada. ¿Está seguro de que no se equivocó de habitación?
—Deja de hacerte la lista y trae tu flaco culo al taller, a menos que quieras que envíen a alguien menos simpático a buscarte.
Aunque le resultaba difícil creer que tal cosa fuera posible, Katia se puso las botas, se echó el capote sobre los hombros y tomó su sombrero de la percha antes de salir al pasillo, donde encontró al daevah esperándola de brazos cruzados. Desde la última vez que se vieron, el sarpullido morado como geranios marchitos característico del Mal de Marsias se había extendido por la piel del hombre hasta alcanzar parte de su cuello y trepar por una de sus puntiagudas orejas. Pese a que intentaba ocultar con ropa lo avanzado de su estado (como la gran mayoría de habitantes de la frontera), había llegado al punto en que la mirada perdida y las venillas lila que atravesaban el blanco de sus ojos lo delataban de todas maneras. Hasta la fecha la joven había logrado mantener a ralla la enfermedad (o maldición dependiendo de a quien preguntaras), sin embargo sabía que si le daba tiempo suficiente esta dejaría de ser la pequeña mancha en un costado de su abdomen que había sido hasta entonces para acabar consumiéndola, sin que hubiera remedio conocido que pudiera evitarlo.
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Hijas del Olvido
FantasyLa exploradora Katerina Desai decide dejar de lado el trabajo para intentar reparar su inestable relación con su familia y con sus hijos. Sin embargo, sus intenciones se van al traste cuando es asesinada y renace en el mundo desolado y hostil conoci...