05

698 82 0
                                    

Narradora (1321 años antes)

— Sí, por favor, majestad.

Respondió Edmund, a quien le castañeteaban ya los dientes.

La reina sacó de entre sus envolturas una botella muy pequeña que parecía hecha de cobre. Luego, extendiendo un brazo, dejó caer una gota de su contenido sobre la nieve junto al trineo.

Edmund vio la gota durante un segundo flotando en el aire, refulgente como un diamante. Pero en cuanto tocó la nieve se produjo un siseo y apareció una copa adornada con joyas llena de algo que humeaba. El enano se apresuró a alcanzar el recipiente y se lo entregó a Edmund con una reverencia y una sonrisa; una sonrisa no muy agradable.

El niño se sintió mucho mejor mientras empezaba a sorber la bebida caliente. Era algo que jamás había probado antes, muy dulce, espumoso y cremoso, y lo calentó hasta la punta del dedo gordo del pie.

— Resulta insulso, Hijo de Adán, beber sin comer.

Dijo entonces la reina.

— ¿Qué te gustaría comer?

—Golosinas, por favor, majestad.

Respondió Edmund.

La reina dejó caer otra gota del contenido de la botella sobre la nieve, y al instante apareció una caja redonda, atada con una cinta de seda verde, que, al abrirla, resultó contener más de una golosina.

Las porciones eran dulces y apetitosas hasta el mismo centro y el niño no había saboreado nunca nada más delicioso.

Como ya había entrado en calor, se sentía muy a gusto.

Mientras comía, la reina no dejó de hacerle preguntas. Al principio Edmund intentó recordar que es de mala educación hablar con la boca llena, pero no tardó en olvidarlo y en pensar en engullir tantas golosinas como le fuera posible, y cuantas más comía, más deseaba comer, y en ningún momento se preguntó por qué la reina se mostraba tan curiosa.

La mujer consiguió que le contara que tenía un hermano y dos hermanas, que una de sus hermanas ya había estado en Narnia y había conocido a un fauno, y que nadie excepto él, su hermano y sus hermanas, sabía de la existencia de Narnia. Pareció especialmente interesada en el hecho de que ellos fueran cuatro, y no hacía más que volver sobre el tema.

—¿Estás seguro de que sois cuatro?

Preguntaba si querer creerlo.

— ¿Dos Hijos de Adán y dos Hijas de Eva, ni uno más ni uno menos?

Y Edmund, con la boca llena de golosinas, contestaba una y otra vez:

— Sí, ya se lo he dicho.

Respondió, olvidándose de llamarla «majestad», aunque a ella ya no parecía importarle.

Por fin se agotaron todos los dulces y Edmund se quedó mirando con fijeza la caja vacía con la esperanza de que ella le preguntara si quería más. Probablemente la reina sabía bien lo que él pensaba, pues sabía, aunque Edmund no, que aquellas eran golosinas encantadas y que todo el que probara una querría más y más, y que incluso, si se lo permitían, seguiría comiéndolas hasta morir atorado. Sin embargo no le ofreció más y, en lugar de eso, le dijo:

— Hijo de Adán, me gustaría mucho ver a tu hermano y a tus dos hermanas, ¿Querrás venir con ellos a verme?

— Lo intentaré.

Respondió Edmund, mirando aún la caja vacía.

— Porque si regresas, trayéndolos contigo, claro, podré darte más golosinas, no puedo hacerlo ahora, la magia sólo funciona una vez... En mi casa sería diferente.

El Rey De Occidente Donde viven las historias. Descúbrelo ahora