Porque Andrey se aburría.
No era culpa de Colette, que seguía siendo una mujer hermosa y que, además, con la maternidad de Julia, había ganado el mismo punto de serenidad que se vislumbra en ciertas grandes obras de arte. Una Colette que seguía teniendo los mismos apetitos, de eso tampoco tenía ninguna queja.
Pero Andrey se aburría.
Por lo visto, un actor dijo que para qué comer hamburguesas teniendo bistec en casa.
Pues para mancharse las manos de mostaza y otras salsas. Por el pringue.
Por lo que decía Woody Allen de que el sexo, cuanto más sucio, mejor era.
Y por eso Andrey se instaló en el móvil la app que le recomendó el informático de la empresa, un tipo que vivía realquilado en la portería de la fábrica porque, según él, «así me ahorro muchos paseos», y que sólo salía de aquel cubículo por la noche para vestirse de negro, ir a conciertos de grupos que estarían prohibidos en el ochenta por ciento de los países reconocidos por la ONU y alimentarse de pizza. No necesariamente en ese orden.
Navegó entre los perfiles de las mujeres más exóticas, buscando... Ni siquiera él sabía lo que buscaba. ¿Qué busca un hombre que lo tiene todo en casa? Busca, tal vez, lo que no le dan. Así conoció a Alika.
Alika era una diosa de ébano exuberante en todas sus proporciones. Si Colette era una mujer delgada y elástica como una bailarina de ballet, Alika tenía la contundencia de una pivot de baloncesto. Y no solo por su altura, pues le sacaba a Andrey casi una cabeza, sino por todas sus dimensiones.
Andrey se sumergía en su cuerpo como un bebé porque Alika lo acogía como la madre que fue África.
Y su olor: Alika olía como el armario de las especias: algo exótico, pero a la vez familiar. Olía a platos de cocina olvidados hacía tiempo. Olía a aventura sin riesgos.
Perdió la cabeza por ella.
¿Cuánto tiempo se puede mantener una farsa?
Andrey fue capaz de alternar la vida con Colette y Alika durante una cantidad de tiempo tal que hubiera asombrado hasta a un mormón bipolar: dobles juegos de maletas, teléfonos móviles con doble SIM y dos cargadores de CD para el coche, uno alimentado con Bach, Verdi, Chopin y Vivaldi, y el otro con Manhattan Transfer, Brian Culbertson, Diana Krall y Michael Franks.
Cada vez que arrancaba el motor del coche se llevaba un sobresalto.
Lo solucionó comprando un Maserati. Alika tenía un no sé qué con los todoterrenos ingleses, algo relacionado con el colonialismo.
—Pero si ahora son indios, querida.
No sirvió de nada. Tuvo que alquilar una nave industrial en un polígono de las afueras donde depositar e intercambiar los objetos de su doble vida.
Range Rover con Colette. Maserati con Alika
Hasta el estilo de vestir cambiaba de una mujer a otra: trajes a medida con una, dockers y polos de lujo con la otra.
—Menos mal que me tienes a mí, Chérie. Antes vestías como un pordiosero.
—¿De verdad crees que necesito dos esmoquin?
Boxers con Colette. Slips con Alika.
Aquel destartalado almacén con dos plazas de garaje y dos armarios terminó siendo el único sitio donde se sentía verdaderamente él.
No paraba de inventarse ferias y congresos en los lugares más insospechados:
—¿Otra vez Cuenca? —Colette alzó la mirada de la revista Juanetes y Medias Puntas, la revista especializada en danza donde se anunciaban los eventos de ballet—. Pues sí que tienen actividad industrial y de congresos. Quién lo diría.
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Los Amores de Andrey Morales
HumorAndrey Morales siempre ha creído en el amor. Pronto comprobaréis que esto que parece una afirmación un tanto arriesgada se corresponde perfectamente con la realidad. ¿Cómo si no explicaríais que Andrey Morales corriera en pijama, descalzo, a las tan...