one short

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La mañana de aquel sábado de mayo, Kuchel Ackerman había despertado en la costa de Paradi, en uno de esos bonitos hoteles con playa que hasta entonces solo había conocido en revistas. Había pasado la mañana y parte de la tarde recibiendo a los invitados y asignando sus habitaciones para calmar la sensación que crecía en su pecho y se extendía hasta su estómago a medida que se aproximaba la hora del que sería el evento más importante de la vida de su hijo.

Siempre supo que ese día llegaría. Desde que el, entonces pequeño, rubio se había presentado en la puerta de su casa de la mano de su Levi, Kuchel había sido consciente de que tarde o temprano los vería unir sus vidas de esa forma, aunque saberlo y estar preparada para vivirlo eran cosas muy distintas.

Para cuando el reloj marcó las cinco de la tarde, ya se encontraba sentada en una silla dorada con asiento acolchado, acomodando casi obsesivamente el listón blanco de organza que rodeaba el respaldo y formaba un moño en la parte trasera. Su lugar, como era de esperarse, se encontraba en primera fila, justo frente al altar donde, en menos de una hora, la feliz pareja uniría sus vidas. En cuanto estuvo satisfecha con la posición y altura del listón, se acomodó en la silla al mismo tiempo que los escasos invitados comenzaban a llegar. Había decidido llevar un pañuelo blanco por si la humedad del lugar la obligaba a secar el sudor de su rostro, pero también porque estaba segura de que pronto no sería capaz de dejar de llorar; con calma, colocó el pañuelo doblado sobre la falda azul de su vestido.

Algunos miembros del staff organizador se encontraban dando los últimos toques al altar, que consistía en una sencilla estructura de acero cubierta por cortinajes blancos también de organza, que cubrían la parte superior y caían delicadamente por los costados, formando una pequeña cúpula. Al fondo, las olas se aproximaban hacia la playa y humedecían la arena más próxima, extendiendo el aroma del mar hacia donde la mujer se encontraba y brindándole un poco de paz. Veinte años después, aun recordaba con ternura el día en que los niños, de escasos siete años, estuvieron de pie en la puerta de su casa, tomados de las manos, informándole que habían comenzado a ser novios. Quién hubiera pensado que viviría para verlos contrayendo matrimonio de verdad.

-Tome, acabo de robar esto mientras los meseros estaban distraídos.

La voz de su futuro consuegro la había tomado por sorpresa, pero no tardó en recuperar su sonrisa habitual mientras aceptaba el vaso de agua que el hombre le ofrecía. Algunas veces, al verlo, Kuchel había pensado que Erwin se convertiría en un hombre bastante apuesto cuando fuera mayor, y no se había equivocado, era tan apuesto como su padre cuando tenía esa edad.

-Gracias, me preguntaba hasta cuando terminarían de colocar los pétalos del camino para comenzar a repartir las bebidas -bromeó, desviando la mirada tan solo lo suficiente para comprobar que, en efecto, aun había cuatro chicos esparciendo pétalos de rosa, que iban desde el rosa pastel hasta el coral, por todo el pasillo entre ambas secciones de asientos y que se extendía desde varios metros atrás hasta el altar.

-Parece que fue ayer cuando les dijimos que aún no podían vivir juntos y Erwin se aferró a Levi durante horas, tratando de convencerme de que eran lo suficientemente responsables para hacer la tarea todas las tardes antes de salir a jugar.

-O cuando los seguíamos a escondidas durante sus citas a la heladería -agregó la mujer, ofreciéndole su pañuelo al señor Smith.

-Gracias, este calor está haciendo que me derrita y el aroma de la sal me irrita la nariz.

Kuchel rió más alto de lo que debía, porque el hombre podía decir lo que le hiciera sentir mejor, pero ella sabía que las finas gotas que corrían por sus mejillas no eran precisamente de sudor.

Dos mil citas despuésDonde viven las historias. Descúbrelo ahora