Roja es la sangre que recorre nuestros cuerpos. Caliente. Hirviendo. Cuando rozo tu piel, noto la incandescente esencia que me otorga la vida viajando dentro de mí, calentandome. Que buenos tiempos... Ahora nuestros cuerpos ya no se rozan. Solo se admiran en la distancia, añorando la unidad. Un muro de hielo se eleva separandonos, y aunque aún te puedo ver a través de él, no puedo sentir tu calor. Ese muro me pone enfermo. Ese germánico monumento a la distancia debe ser derribado. Lo golpeo con todas mis fuerzas. Con mis puños. Con mis pies. Con mi cabeza. A dentelladas y zarpazos intento atravesarlo. Su frío me alienta. Alienta a mi odio que me calienta y da fuerzas. Solo puedo confiar en mi amiga. Dulce, inteligente y plateada. Recorre mi brazo como una caricia hasta que de un bofetón libera ese odio que mis venas contienen. Mi sangre hirviendo salpica el muro y comienza a derretirlo. Aunque me desvanezca pronto, mejor estar un segundo contigo que mil años al otro lado. Sangre queda.