Ninfas de aguas dulces

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No puedo creer que quieran obligarme a ir a esa escuela.


Ya no se me ocurre cuál otro síntoma inventar, he usado como excusas dolores de cabeza, de estómago, de espalda entre otro montón de dolencias y malestares.

Suspiré resignada, tenía que levantarme y ponerme ese ridículo uniforme, aunque usarlo me traía la ventaja de no tener que pensar todos los días en qué vestir. Mi estilo particular de ropa me haría resaltar y lo que busco es pasar desapercibida dentro del recinto escolar.

Aparentaba ser una persona extraña y retraída manteniéndome bajo perfil y en silencio en el último asiento del salón de clases. En parte estaba cansada de simular ignorancia sólo para no restregarles en la cara a los profesores que sabía más que ellos. Excepto al profesor de matemáticas, pero él era un caso aparte.

Me estiré una vez más antes de salir de la cama, y mientras lo hacía, repetí una y otra vez mi mantra de todas las mañanas: Que mis papás quieran volver a la capital, que mis papás quieran volver a la capital, que mis papás quieran volver a la capital, que mis papás quieran volver a la capital, que mis papás quieran volver a la capital...

En el momento que puse los pies en el suelo, mi vista se posó sobre la silla de mi escritorio. Mi mamá tan consentidora como siempre me había preparado mi atuendo completo, desde el lazo del cabello hasta los zapatos. Ella no me comprendía, no entendía que yo odiaba esta ciudad, esta escuela, esta gente de pueblo simplona y superficial.

Luego de mi visita al baño, me vestí con mi acostumbrado desgano y, suponiendo que no me iba a gustar lo que iba a ver, dirigí mí vista hacia el calendario. Todavía faltaba un poco más de un mes para que terminaran las clases y comenzaran las vacaciones, y aunque era un tiempo relativamente corto, sentía como si fuera una eternidad.

Miré el reloj y me di cuenta de que todavía tenía quince minutos disponibles. Gracias a Dios que mi mamá me llevaba hasta la escuela y no tenía que compartir el tedioso recorrido con ninguna otra persona en un transporte escolar. Decidí pasar por la biblioteca de mi papá para tomar un libro antes de desayunar porque era lunes y el horario de clases iba a ser insoportable: literatura, matemática, historia... bla, bla, bla, un profesor mediocre tras otro. Por lo menos podía intentar distraerme leyendo alguna novela que valiera la pena, que me hiciera olvidar que detesto la vida que llevo.

Al llegar a la planta inferior traté de pasar desapercibida frente a mis padres que se encontraban en la cocina, pero justo en ese momento mi papá se había levantado a buscar algo en la nevera y me vio al pie de la escalera.

—Hola, cariño —me saludó con su acostumbrada sonrisa. Siempre era la misma, su amor hacia mí era evidente y lo manifestaba cada segundo que podía. Se acercó a mí para abrazarme y besarme como la hacía todas las mañanas y me jaló suavemente hasta la cocina para sentarme en la mesa—. ¿Qué te provoca comer? Preparé el desayuno favorito de tu mamá, ¿nos acompañas?

—No, gracias. Voy a comer cereal con leche —repliqué secamente.

Habían pasado casi diez meses desde que nos mudamos a este infierno y todavía me costaba perdonárselos. De vez en cuando se me pasaba y los trataba con la misma simpatía de siempre, pero mi actitud molesta era la que más predominaba entre nosotros, y bien que se lo merecían.

Nunca les falté el respeto, ni les dejé de dirigir la palabra, simplemente me limitaba a hablar lo menos posible y mantener una actitud seria. En respuesta, ellos ni se inmutaban, era como si yo fuera la misma de siempre, lo cual me irritaba en demasía. No podía hacer nada al respecto. Estaba obligada a vivir en el fin del mundo, donde Dios dejó olvidado sus zapatos y no había vuelto a buscarlos. Tenía que aceptar que no había pataleta ni comportamiento que los hiciera cambiar de opinión. Este lugar era nuestro nuevo hogar y había que aceptarlo.

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