El Collar

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— Gwyneth, por favor, espera –. Su voz traspasaba la cortina de lluvia que caía en mortales ráfagas sobre el campo de entrenamiento de la Casa del Viento.

Unos segundos antes, tal vez incluso las sacerdotisas más rezagadas que habían decidido entrenar a pesar de la lluvia, habrían sido capaces de escuchar las plegarias silenciosas de Azriel cada vez que pestañeaba. Su aleteo me traía vientos ardientes y promesas que zumbaban por mi piel a través de la afilada lluvia.

Mis piernas cada vez se volvían más líquidas, y parecían querer filtrarse en ese suelo terroso, enraizarse al percibir el modo en que su mirada implacable cortaba el viento hasta perforarme.

Dos instantes fueron suficientes para mostrarme lo que necesitaba saber. Dos ocasiones en las que nuestros ojos colisionaron entre estallidos de tormenta, y me sentí pegada a la miel y al conflicto que irradiaba de ellos. Por lo que no era de esperar que el taciturno entrenador esperara el momento oportuno para soltar aquello que le comía las entrañas.

Por un segundo efímero, no pude hacer otra cosa que detenerme, su mirada era un hierro candente sobre mi espalda. La lluvia caía en estocadas, y yo podía sentir como pesaba en mis decisiones.

Ciertamente, el día se había vuelto especialmente desapacible con el paso de las horas.

A la luz de esta mañana, solamente Azriel, una tormenta de verano que nada hacía por darnos tregua y una sacerdotisa empapada hasta la médula, habíamos conseguido terminar el entrenamiento.

Y ahora estábamos solos.

El corazón se estampó contra mi caja torácica. Ese calor húmedo y pegajoso se adhería a mi piel, a mis pulmones... No veía el momento de darme un buen baño, y seguir con el libro que Emerie me había prestado me seducía casi tanto como un buen almuerzo.

Todavía mantenía el pulso acelerado del último entrenamiento con Cassian, Nesta y Emerie antes de que comenzara el diluvio, antes de que el arrebato de amor los llevara a la nueva pareja a zambullirse en la Casa del Viento, y dar así rienda suelta a sus pasiones. Estaba segura de que, si agudizaba el oído tan solo un poco, podría escuchar los gritos de Nesta a través de la piedra enrojecida.

Por la Madre...

Otro tipo de enrojecimiento subió en estampida hasta mis carrillos. Uno que parecía enroscarse desde muy abajo en mis piernas con una pura e inquietante anticipación. Yo sabía que podría haber seguido a la sacerdotisa hasta la biblioteca, pero no lo había hecho, y eso me dejaba en el campo de entrenamiento con el cantor de sombras, y un malestar confuso que rugía en la necesidad de sanar, o destruirme por completo. Y probablemente, puede que fuera esto ultimo lo que desató una rabia contenida:

—No deseo compartirte con ella, ni con nadie —le hacía saber por encima del aullido de la tormenta. La respiración me colapsaba el habla, y una mueca furiosa emborronaba mis pecas casi tanto como esa lluvia.

Al ver que el inmutable cantor de sombras no contestaba, esa rabia se hizo más densa, más insoportable de tragar a cada paso que me acercaba a la arcada principal. Estaba dispuesta a marcharme, abandonar el campo de entrenamiento. Azriel era una sombra sumida en una tempestad a mi espalda cuando la determinación se adueñó de mi lengua y me obligó a frenar mis pasos sobre la tierra. La osadía hizo que me girara: —Tus sombras me cantan promesas que tu corazón se resiste a aceptar. —me sorprendí elevando la voz. — ¿Qué... qué pretendes de mí?

Después de una larga pausa que me hizo tensarme en la incertidumbre, finalmente el cantor de sombras dio un paso, cerrando lentamente la distancia entre nosotros. Su atención se desvió fugaz de mis ojos a mis labios antes de sumergirse más abajo, a la espalda que aún colgaba de mi mano. La lluvia aterrizaba en él, mojaba su perfecto y moldeado abdomen desnudo, empapaba sus alas..., y ni un pestañeo me indicaba que estuviera respirando realmente.

Red StormDonde viven las historias. Descúbrelo ahora