01. Los ojos son peces. Las ojeras mares.

473 28 0
                                    

Atlas

Tuve un loco sueño, en el me encontraba de rodillas, rezando casi en susurro. De las manos me colgaba un rosario y de mis ojos cristalinos brotaba agua salada, la más salada que haya probado nunca. Y justo cuando creía haber expiado todos mis pecados con esos grandiosos rezos, caí en un mar profundo y helado, casi congelante. Aquel agua se clavaba en mi delicado cuerpo como espinas de rosas.
Reaccioné pocos minutos después.
Supe que me debatía entre la vida y la muerte, así que nadé como nunca, moví piernas y brazos como si de un naufrago se tratase.
De un momento a otro respiré, sobreviví y viví, me había aferrado a la vida como un desgraciado.
Al despertar vi unos zapatos de vestir al lado de mi cabeza, así que levanté la vista, y fue ahí cuando me quedé petrificado, pues estos pertenecían al rostro más hermoso que jamás haya visto, un rostro casi perfecto, este poseía unos ojos de lo más tristes y aterradores.

-Niño, ¿qué haces en este lugar? -preguntó aquel hombre.
-¡Apiádese de mí, señor! -supliqué porque aquellos ojos me lo pidieron.
En ese momento extendiste tu enorme mano y yo, estúpido, la acepté.

El primer peldaño hacia la catástrofe.

-No me gusta repetir lo que digo -advertiste.
-Aquí es donde vivo -contesté cabizbajo.
-¿Y cómo te ganas la vida? ¿Cuánto dinero te pagan?
-No trabajo -avergonzado dije.
-¿Aceptarías cualquier trabajo?
-Me conformo con tener un techo y un plato de comida -respondí rápidamente.
-¿Tantas ganas tienes de vivir que ni siquiera preguntas de qué trata?
-Solo quiero comer, señor -repetí.
-Tienes un rostro realmente agradable - lo inspeccionabas con cautela-. Abre la boca.

El índice y el corazón se hicieron hueco en mi orificio, cada vez los metías más y más, tanto que podría haber vomitado y segundos después los sacaste con rapidez para seguir explorando mi cuerpo.

-Déjame ver tus pies.

Enseguida y corriendo me quité aquellos calcetines harapientos.

-¿Qué busca, señor? -me atreví a preguntar.
-Marcas de jeringuillas pero por lo que veo estás libre de drogas y de cualquier otra adicción -respondió limpiándose las manos en un pañuelo-. Ahora, sube.

Me dispuse a subir al coche pero una mano posada en mi hombro me detuvo.

No vas a subir en este estado -dijiste con ese semblante que da tanto miedo-. Desnúdate.

No quería meterme en problemas así que te hice caso y me desnudé hasta quedar en ropa interior.

El frío me pegó de lleno, fue maltrato y no amor lo que este me hizo nada más desnudarme.

-Acércate -ordenaste.

Con mi misma ropa me secaste el pelo, seguiste por los hombros y luego las extremidades para finalmente secar mi torso. Me diste ropa nueva, limpia y seca, y yo en prisas me vestí.

-Sube.

Al entrar, mis fosas nasales fueron invadidas por una ligera fragancia a limón.
Aquel coche era el más enorme que había visto jamás.

Tiempo después encendiste un cigarro, bajaste la ventana del coche lo justo y necesario para sacar la mano por ahí. Yo no pude evitar taparme la nariz.

-¿Te molesta el olor? -preguntaste para después dar una calada.
-Sí -respondí.

Desviaste tu tétrica mirada a la ventana y seguiste fumando.
Durante el trayecto fumaste tres cigarrillos más, lo que fue una tortura para mí.

De vez en cuando mis ojos se posaban en ti.
-¿Qué tanto miras, niño?
-Nada, señor. Perdone -bajé mi vista junto con mi cabeza.
-Don, llámame Don.
-Sí, Don -asentí.

AtlasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora