Desliz

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Llevaba horas esperando en la estación, el pequeño obsequio guardado en el bolsillo de su saco. Pese a que no le gustaba ostentar, Victoria tenía buen gusto para las joyas, y siempre recibía las cajitas con una sonrisa brillante.
A Francisco le fascinaba ver sus reacciones a los regalos, desde un ramo de flores a una edición extraña de su libro favorito.

El trayecto no debería estar tomando tanto tiempo, y a partir de aquel pensamiento, una sensación de inquietud lo invadió, hasta el punto de abrumarlo. Quizá había habido un problema y el tren estaba demorado, tuvo que concentrarse para evitar que sus pensamientos se desviasen hacia la fatalidad.

Al llegar a casa, con una copa de vino o una taza de earl grey, podrían sentarse y hablar sobre su día, tal vez quejarse sobre las empresas encargadas de las líneas de tren. Aquel pensamiento le resultó reconfortante, hasta que se percató de la conmoción. La sensación nefasta lo desestabilizó, recordándole a un evento previo, y rogó que lo que su mente decía fuera mentira. Que Victoria estuviera bien, fastidiada por la demora pero a salvo, y que pronto apareciera entre la multitud para decirle que era un estúpido por preocuparse así.

La escena cambió, el metal del vagón estaba deformado, y le costaba enfocar la vista. La atmósfera era absolutamente pesada, no estaba seguro de qué sucedía alrededor. Sólo que tenía que encontrar a su esposa, que algo estaba realmente mal. Tenía que encontrarla pronto o desaparecería para siempre.

De repente, la noción cayó sobre él como un muro de ladrillos. Victoria, la persona que más amaba, la única que lo soportaba y entendía, que sabía lo que jamás podría compartir con otros, ya no estaba. Ella no iba a volver, se había ido dónde él no podía seguirla, al menos no por el momento Tiempo para despedirse no hubo, tampoco ninguna clase de consuelo que realmente lo reconfortase.

Santos despertó todavía con el sabor amargo de la pesadilla cuyos detalles ya empezaba a olvidar. Faltaban horas para el amanecer, pero de ninguna forma iba a poder conciliar el sueño nuevamente. Intentó limpiarse las lágrimas que seguían brotando. Todavía tratando de ahogar el llanto, se levantó a hervir agua para hacerse un té. No tenía de quién ocultar su miseria, más que de sí mismo.

Mario quería creer que se encontraba mejor que en el tiempo posterior al fallecimiento de su esposa, pero en días como esos, se despertaba sintiéndose el mismo hombre roto y vacío.

La soledad que habitualmente lo protegía parecía amenazar con ahogarlo a veces, incluso más luego de la disolución del grupo.

Puede que haya cometido un error al formar un vínculo con sus compañeros de trabajo. Era algo inevitable, con los años de trabajo que habían llevado juntos, y lo mucho que convivían cuando el grupo estaba activo.

Se había encariñado, a su manera por supuesto, y ahora los extrañaba. A diario, se sorprendía a sí mismo con el impulso de recurrir a sus colegas. Cualquier cosa o situación que le recordara a ellos, hasta algo mundano y banal, y tenía que detenerse de hablarle al aire. Formular listas en su mente para pasárselas a Lamponne, las marcas de actuación para Ravenna se presentaban por sí solas, y si bien era observador, a veces le gustaría tener una segunda opinión de Medina.

Era egoísta de su parte, extrañarlos a ellos y su compañía cuando justamente el grupo se había disuelto porque el trabajo estaba empezando a desgastarlos. Quizá debió estar más atento a las necesidades individuales de cada uno de ellos.

Victoria sabría bien qué decirle, qué hacer. Ella podía ver y entender todo lo que a él se le escapaba, sabía dónde ponerle los puntos cuando se sentía perdido. No eran pocas las veces que deseaba poder cambiar todo lo que poseía por tenerla a su lado una vez más, o incluso cambiar de lugares con Victoria. Ella hubiera seguido con su vida más rápido, sin olvidarlo pero no en aquel duelo que parecía eterno.

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