Rosita

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Ella camina a pasos apresurados, aferrándose a la tela vieja que usa por bufanda, creyéndose invisible ante la juventud que susurra las burlas que temen gritar en su presencia. Las mismas que han corrido por décadas en el centenario pueblo de colinas altas e invierno eterno.

Entra por una vereda de pedregales, el lugar donde termina el vecindario en el que nadie se atreve siquiera a rondar. La tarde nublada le da ese aspecto misterioso a la casa grande de bloques rojizos y techo alto.

Cruje la madera de las puertas al ser empujadas por unas flacuchas y arrugadas manos. Desacelera el paso mientras avanza por el salón al mismo tiempo que se va despojando de los harapos que la cuidan de ojos curiosos.

Los ventanales enormes están condenados, privando de esta manera la entrada de los rayos del sol y del aire puro. Es una casa muy amplia para ella, llena de muebles que guardan historias y rincones forrados con recuerdos de antaño.

Sus pies se mueven lentos por el pasillo de paredes frías, atestadas de cuadros y fotografías de olvidados. Se atreve a recorrerlas con los ojos como si fuera la primera vez, encontrándose con memorias que le llegan hasta el alma.

Polvo, papeles y un sinfín de telas antiguas es lo que más prevalece en su habitación. Armarios rotos, madera corroída, pinturas desgastadas. El olor a abandono es más potente en este lugar que en cualquier otro.

Se tumba en la cama boca arriba, con las manos unidas y los ojos hacia el techo roto. El azul en ellos es como el profundo del mar, místico e inexplorado.

Escucha voces, pero se queda quieta. No son más que los adjetivos que logra distinguir de los murmullos de la gente cuando la ven casi correr por las calles. Es raro que eso suceda, y se dice así misma que será la última vez.

«Es una bruja».

«Se alimenta de almas jóvenes».

«Su nombre debe ser espeluznante como ella».

Unas gotitas cristalinas brotan de sus ojos ante esos pensamientos. Recuerda que el mundo es cruel, y que su vida es la mayor prueba de esto.

Toca con las yemas de los dedos una tela suave, amarillenta, pero es seguro de que era fina por su textura. Los recuerdos que este simple roce desencadena la abruman.

Corría por el jardín de la casa con un vestido blanco de seda, reía a carcajadas porque era perseguida por su amado. En cámara lenta, vislumbra cómo alguien la atrapaba y la alzaba por los aires. Esos brazos fuertes que eran su lugar seguro.

Aunque reconoce el tono varonil de él, no logra descifrar lo que dice ni puede ponerle un rostro.

Lo está olvidando.

Así como casi todo de su vida. Su mente es como un bosque frondoso nocturno, nada es claro.

El sentimiento de soledad y de no saber quién en realidad es, la torturan.

—¿Cuál es mi nombre? —se pregunta en voz alta.

La voz temblorosa se pierde en esas cuatro paredes, nadie escucha ni responde.

—¿Bruja? —prosigue, apretando la tela con fuerza debido al esfuerzo mental que hace—. No, tú me llamabas de otra manera.

Las fotografías, casi dañadas y polvorientas, la observan desde la cabecera de su cama. El aura es de desolación y vacío, es como si en ese espacio el tiempo no pasa ni hay ningún cambio.

Excepto en ella.

Se rinde, su mente ahora es una habitación toda de blanco donde solo se escucha una canción de cuna. Tararea, esto hace que sienta paz.

Entonces, contra todo pronóstico, recuerda esa voz melodiosa:

«Rosita, eres hermosa».

Sonríe ante las memorias nuevas de los rizos castaños y esa mirada acaramelada.

—Rosita —musita, satisfecha, en su último aliento—. Ese es mi nombre.

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Rosita © ✔Donde viven las historias. Descúbrelo ahora