Qué idea tan estúpida: cualquiera sabe que es imposible que Hugh Grant conquiste a Julia Roberts con semejante cara de librero; o que la Bestia se case con la Bella; o que Mario Bros rescate a la princesa.
O que Fionna lo acepte a Shrek, que se tira pedos en la bañera.
La culpa es del cine hollywoodense, que machaca hasta la lobotomía la fantasía del cuento de hadas como única posibilidad de vincularse en el amor.
Y la realidad no está ni cerca.
Por caso, en el año 2005, para presumirle a una chica, llegué a separar a dos perros que se habían trenzado en una pelea a muerte. Y todo por seguir las enseñanzas del séptimo arte.
El suyo era un can de raza genérica –de esos con orejas caídas, ojos legañosos y andar cabizbajo–; el otro era un ovejero alemán con la cara cosida a cicatrices, resabios de viejos altercados que hablaban de un carácter volátil y aguerrido.
El quilombo, creo, fue por una bolsa de basura en la vereda frente a la casa de ella.
De cualquier manera, en mi fantasía onanista, mi demostración de valentía me garantizaría alguna especie de recompensa. O al menos un acercamiento, cosa que hasta entonces no se había dado naturalmente.
La chica vivía frente a lo de un primo al que yo visitaba seguido, y estaba siempre afuera con su mascota a la hora en que yo caía.
“Hola, ¿cómo andás?” y “Bien, gracias” era todo lo que había conseguido a fuerza de acariciarle la cabeza al bicho cuando la veía.
En mi imaginación cascoteada por la ficción, la chica que me gustaba caería rendida a mis pies después de verme –temerario y decidido– combatiendo a las fieras.
–¡No, Carucha, salga de ahí! –gritó ella ese mediodía gélido de julio, cuando la gresca canina comenzó a escalar en ladridos con babas y ostentación de dientes.
La imagen es todo
A diferencia del resto de los mortales, jamás hice algo coherente por amor. Lo mío es una absurda tendencia al dramatismo.
Será que soy muy tímido para el arte de la seducción (no sé qué cara poner al hacer un regalo; no sé hablar cosas inteligentes a la madrugada en un boliche con la música a los pedos; desconozco cómo propiciar clima de chape; jamás alguien que me gustara me cayó de visita para encamarme salvajemente) y por eso el amor siempre me suena a algo cuesta arriba, idealizado, problemático y egoísta.
Pero en ese momento me pareció lo más lógico del mundo preservar la vida de su mascota para que la vecina de mi primo me viera con otros ojos.
A simple vista yo era un barbudo panzón y desgarbado, pero en acción pasaría a ser una especie de héroe anónimo, de esos que no llevan capa y tienen un diente medio gris como distintivo en la sonrisa.
–¡NO MI AMOR! –dijo ella cuando los perros se trenzaron y para mí fue como si me apretaran el botón de “Iniciar protocolo de previa al apareamiento”.
¿La verdad? Yo no buscaba justicia, buscaba una recompensa. Pero en 2005 no tenía ni la más pálida idea de cómo funcionaban los perros, así que hice lo que mejor me sale, improvisar.
Grueso error pensar que separar perros es como lidiar con dos chupados que se desconocen en la puerta de un nightclub.
Ataque directo
Me metí en esa pelea animal a sabiendas de que mi esencia es la cobardía. De hecho, creo que hasta elegí como profesión algo relacionado con la escritura porque me disgusta confrontar cara a cara, porque no puedo manejar la ansiedad y las situaciones estresantes me provocan descompostura de vientre.