Prólogo

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Comenzaba la estación en la que las hojas caían, la época del año preferida de mi padre, aunque nunca supe por qué. Como cualquier año normal, toda la familia fuimos a recoger al huerto aquellos frutos que por fin maduraban; las manzanas, las naranjas, las calabazas... Que acabarían, como cada vez, hechos compotas, pasteles o quién sabe qué, recetas que mi madre seguía y repetía cada año.

Como siempre, a mi me tocaba encargarme del altar. Quizás cuando era más inmaduro, joven e incontrolable, era una tarea que odiaba, o eso hacía mostrar, pues he de decir que siempre he disfrutado de ello aunque quisiera mostrar lo contrario.

Cada solsticio y equinoccio comenzaba contándoles a los guardianes o a quien fuera que estuviera escuchando como odiaba que mis padres fueran tan mandones conmigo pasando por hablarles de cómo me sentía a acabar llorando como un bobo por no encontrarme a mí mismo, sentirme un ser extraño en la sociedad, odiarme a mí mismo y a mi cuerpo o el no llegar a entender al resto de gente.

Era como una sesión de psicología, quizás siempre la misma, pero me ayudaba, era la única manera de quitarme todo de encima. Todo esto queda en el pasado, cuando el joven Lobo de doce años no sabía quién era, ni quién iba a ser, ni que iba a hacer con sí mismo, un adolescente inexperto, un poco diferente a los demás.

Solo yo me paraba a escuchar el cántico de las aguas y los bosques y solo yo quedaba anonadado cuando un animal pasaba por delante de mí, fuera un zorro, una cabra, un jabalí o un cuervo. Solo yo cuidaba de la naturaleza y hablaba con mis "amigos imaginarios".

Uno de ellos era un ciervo, aquel que más me había escuchado. Él y un Guardián de la Tormenta eran los dos Guardianes que más me escuchaban y más presentes estaban en mí. Solo yo quería mirar más allá de aquello que se puede ver con los ojos, y más que nada, quería no sentirme solo.

Quería no sentirme solo, encontrar a alguien que entendiera lo que los demás no quieren entender; que yo no estoy loco, que siento diferente a como ellos sienten.

Eso son temas aparte, y voy a dejar de hablar de mi mismo.

Quiero hablar de mi padre, aquel que me ha enseñado todo, un señor de 46 años, con el cabello rojo como el fuego al que poco a poco se le va sumando el color de la ceniza conforme los años pasan, y los ojos del color del más profundo bosque, quizás si te perdieras en ellos llegarías a aquella arboleda de tus fantasías y tus miedos más triviales. A él se suma el metro ochenta y siete de altura, y bastante musculación después de años trabajando en el campo, una nariz bastante pequeña y una sonrisa que asoma los colmillos de un vampiro.

Mi padre siempre fue un buen hombre, aunque a veces su carácter se desata en situaciones de peligro. Una de las cosas que más destacan de él es su intuición. Muchas veces es capaz de saber que viene una tormenta, que algo va a pasar con el campo, con los animales o con el tiempo. No se si es algo que desarrolló o si nació con ello pero nunca dejará de sorprenderme.

Siempre ha sido un señor de vocación, que se ha dedicado a la meteorología, a cuidar el monte y a su huerto como aquel que a una misa acude. Nunca le he visto feliz un día en el que no hiciera una de las tres. Le considero el hombre más sabio que he conocido, pues gracias a él conozco todas las nubes y se guiarme a través de ellas, conozco bastantes plantas medicinales, sé la época de siembra y recolecta de cada fruta, al menos de las que hemos plantado en el huerto, aprendí a diferenciar las huellas de los animales y los árboles e infinidad de cosas más.

Cuando llegaba el otoño, él y mi madre hacían una pequeña fiesta para los más allegados de nuestra familia, en la que celebrábamos la llegada de la estación con frutos de la época, historias, canciones... En fin, una reunión más.

Canción de OtoñoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora