Azur

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El murmullo de las gotas de lluvia contra el tejado resonaban por toda la casa. Rompiendo, así, el silencio reinante y llenando el vació que habían dejado la ausencia de sus habitantes. Con el pasar de los años había acabado albergando una cierta simpatía por los días lluviosos. Con el tiempo había aprendido a disfrutar de sus sonidos y del petricor, mientras me encuentro tumbado en mi cama, inmóvil. Solamente el movimiento mecánico del cambio de canción dan una muestra palpable que sigo vivo.

No es hasta el que el sonido de las gotas al caer empieza a desvanecerse, que despierto de mi letargo. Mientras noto, una luz tenue se filtra a través de la ventana, abro los ojos y miro el reloj, tan solo es media tarde. Me levanto despacio, mientras tomo consciencia de cada extensión de mi cuerpo antes de ir a la cocina. Me preparo un par de torrijas mientras mi mente se centra encontrar los límites de su propia existencia.

Con el fin de la tormenta nace en mí la necesidad de respirar un aire nuevo. Salgo de la casa enfundado con mi fiel sudadera en busca de olores y sensaciones nuevas. Ante mí se abría un mundo líquido, lleno de reflejos y cristales acuosos que reflejaban multitud de detalles. Adoraba la sensación de tranquilidad, paz y armonía que transmitía el olor a tierra mojada. Descendí a todo velocidad resiguiendo el pinar de la urbanización, danzando a un ritmo vertiginoso entre helechos y plantas silvestres. A mi paso, multitud de gotas salían disparadas cómo pequeñas esferas líquidas. Al final de esa inexistente senda se encontraba un acantilado. Ese era mi lugar favorito del pueblo donde vivía, Singlera, donde el mar y el cielo se podían confundir. En aquel acantilado se mezclaban el aire salado del mar con el olor a hierba mojada y donde se apreciaba mejor la línea inexistente en el vasto horizonte.

Fue en ese lugar donde me encontré por primera con una chica misteriosa, debía tener si no los tenía veinte años: su piel blanca, cómo la nieve contrastaba armoniosamente con sus largos cabellos negros, cómo las alas de un cuervo. Vestía un vestido de encaje celeste, que iba a juego con sus ojos de color turquesa. Su mirada era profunda, insondable como la profundidad del océano.

Cuando me vio llegar me dedico una tímida sonrisa, bajando sutilmente la cabeza en un grácil saludo. Quizás por la sorpresa de encontrarme a alguien en ese lugar, mi reacción fue torpe y patosa. Me acerqué a ella y me presenté tratando de ser lo más educado y cauteloso posible. Para mi sorpresa ella no dejo de sonreír y me escuchó atentamente. Cuando acabé, ella se presentó con una voz clara y serena que por alguna razón me recordó al sonido de las olas del mar al morir en la playa. Se llamaba Azur y me dijo que había venido de muy lejos a visitar ese paraje.

Azur, aún siendo extranjera, hablaba con fluidez el idioma. De ella no emergían ni palabras groseras ni excesivamente adornadas, ella simplemente dejaba fluir las palabras cómo si de un río se tratará. Para mi sorpresa ella era una persona que disfrutaba hablar, contándome sobre los diferentes parajes que había visitado. Desde las heladas costas de Groenlandia hasta las cálidas islas de la Polinesia. Sus ojos brillaban con vivacidad cada vez que describía aquellos mares y costas, no pudiendo evitar sentir cierta envidia en mi corazón.

Antes que nos diéramos cuenta llegó el crepúsculo y tuvimos que despedirnos, no sin antes tratar de conseguir infructuosamente su número. Ella se disculpó conmigo alegando que no tenía teléfono, por qué no tenía la necesidad de ello. Aunque me pareció extraño, acepte para no hacerla sentir incómoda, al fin y al cabo, no era la primera vez que oía esa frase. Antes de despedirnos,, pero, me reconoció que lo hacía por qué desconocía cuando se iba a quedar por aquí. Me compadecí por ella, era difícil en aquel lugar de hacer amigos de tu misma edad.

Los días pasaron y antes que me diera cuenta, casi por inercia, me dirigía al acantilado, quizás esperando encontrarme con ella. Pero Azur nunca apareció ni dejo muestras que ella siguiera por aquí. Poco a poco, un sentimiento se apoderó de mi corazón, era una sensación triste y melancólica. Me sumergí en mis libros e historias, dispuesto a tratar de plasmar cómo me sentía... Pero fue en vano. No fue hasta que un día de lluvia suave e intermitente volvió a envalentonar mi esperanza de encontrarla. Casi sin tiempo para pensar, cogí mis notas y un paraguas y me dispuse a ir al acantilado.

No pude evitar sentir un poco de decepción cuando al llegar no me la encontré. Abatido, decidí sentarme en un pequeño montículo de piedras y leer cualquier cosa que alejará mis pensamientos de la chica. Estaba tan concentrado que no note la presencia de otra persona a mi lado. Azur se había sentado a mi lado con un pequeño paraguas, observando, curiosa, la página que estaba leyendo. Me recordaba, en cierta forma, a una niña pequeña.

— ¡Ah! — vocifero de repente — ¡Estás leyendo la Odisea! — volvió a hablar esta vez con su tono de voz más musical, aunque naturalmente el daño ya estaba hecho, pues mi corazón latía desbocado.

Azur río. I su risa estalló cómo un torrente de montaña sin control. Envolviendo completamente el sonido del lugar. Aunque yo no era consciente de este hecho, ya que me encontraba molesto por su prolongada ausencia. Tenía miles de preguntas abocándose en mi cabeza y otras tantas a punto de salir disparadas por mi boca.

Quizás fue por eso que Azur pronto dejo de reír y adoptó una postura seria. Sus ojos azules celeste cómo el cielo se clavaron fijamente en los míos y no pude evitar sentirme intimidado. Un miedo atroz se apoderó de mí, quizás por qué era consciente que aquella chica no era alguien común.
— Ha pasado un tiempo... ¿Verdad? — preguntó sin esperar una respuesta.

Únicamente pude asentir levemente antes que ella volviera a hablar.

— He venido para despedirme, ha sido poco tiempo,, pero puedo decir que ha sido divertido. — prosiguió la chica con tono sereno y comprensivo. Pero la delicadeza de sus palabras eran cómo pequeñas puñaladas en mi corazón. De nuevo esa sensación de tristeza y desazón sobrecogedora me invadió, y antes que me diera cuenta una lágrima se desprendió de mi rostro.

Azur me miró una vez más, y trató de dibujar una sonrisa mientras me agarraba la mano para hacerme levantar. Cuando me levanté noté algo en el dorso de mi mano, era un collar.

— Esta es una piedra abisal y contiene la esencia del mar, no es algo muy común, así que me gustaría que lo conservaras a buen recaudo. — Explicó mientras soltaba mi mano y se dirigía hacia el acantilado.

Inmóvil, me limité a mirarla cómo Azur se difuminaba ante mis ojos convirtiéndose en minúsculas gotas de agua: mi corazón palpitaba desubicado mientras el cuerpo de la muchacha empezaba a fragmentarse hasta fundirse en la brisa marina.

Cuando me di cuenta me encontraba solo en el borde del acantilado. Incapaz de entender lo que había sucedido hacía unos escasos instantes. Fue en aquel instante cuando escuché su voz por última vez, acariciando mi rostro con la brisa marina.

— Gracias por hacerme compañía todo este tiempo. Quiero que sapas que no té sientas sólo, ya que yo soy una de las hijas del mar y el mar nunca té va a abandonar.

I esta es la historia de cómo conocí a la Nereida Azur.

I esta es la historia de cómo conocí a la Nereida Azur

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