CAPÍTULO 1: CUANDO LO CONOCÍ

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BEAUTIFUL FEAR

CAPÍTULO 1: CUANDO LO CONOCÍ

Después del fallecimiento de mi abuelo, mamá y yo decidimos mudarnos a Busan para acompañar a la abuela, dejando nuestra vida anterior y nuestros problemas enterrados en una cajita debajo del cedro que teníamos en el jardín delantero de nuestra antigua casa. Creímos que sería lo mejor para nuestra pequeña familia. Todo sería más fácil así.

El ex esposo de mamá, o el "donador de esperma", como siempre me gustó llamarle, fue quien le dio esa idea. Antes de que supiera de su embarazo, le recomendó que enterraran las cosas de mucho valor en ese lugar.

Poco antes de mi nacimiento, un día desaparecieron. Y él también.

Mis abuelos lo llamaron poco hombre y, pese al dolor de mi madre, le dijeron que era lo mejor. Ella encontró consuelo en la Biblia, en Dios y, en pocas palabras, dentro la Sagrada Palabra; mientras que, de él, la última vez que supieron de su paradero fue cuando estuvo tras las rejas por haber hurtado algunas pertenencias de su siguiente pareja.

Busan era una ciudad agradable, colorida y refrescante; nuestro distrito era pacífico, con lindos parques y centros artísticos muy cercanos que ofrecían diplomas para complementar los estudios.

La abuela estaba encantada con nuestra mudanza, escondiendo su tristeza detrás de todo el jaleo del transporte de cajas y más cajas y sonriendo cada que sus ojos se topaban con los nuestros. Era una mujer muy fuerte, pero, sobre todo, orgullosa y de carácter fuerte. Incluso se rehusó a llorar durante el funeral del abuelo solo para que no la viéramos decaída y no "sintiera nuestra lástima".

—Sí, hay una iglesia cerca —respondió a la pregunta de mamá el sábado por la noche. Era costumbre asistir todos los domingos a la misa de las ocho de la mañana, algo que nos unía como madre e hijo—. Creo que está a cinco minutos en auto, aunque no es tan difícil de llegar caminando —eso era muy fácil de decir para ella: no había día en el que no saliera muy temprano para caminar con sus amigas, todas señoras de más de sesenta años—. ¿Están seguros de querer ir? Han estado muy ocupados...

—Por supuesto que queremos —yo no hablé, claro—. JiMin y yo debemos de presentarnos con el Padre y las monjas. Les compraremos unas galletas, cuando vayamos en camino —mi abuela me miró, sosteniendo los palillos con la elegancia típica de ella y los ojos tan entrecerrados que parecían simples ranuras—. ¿No es así, hijo?

Asentí y dirigí un bocado a mi boca para excusar mi falta de palabras.

Antes de salir de la otra casa me prometí que no hablaría más de la cuenta, al menos no con la familia... O mamá cerca, en general.

Silencioso como un conejo.

(...)

La iglesia, tal y como nos dijo, no estaba demasiado lejos. Tenía grandes ventanales, una enorme puerta delantera y otras pequeñas que conectaban la estructura principal con el jardín y el edificio secundario, donde se impartían las clases de catecismo y catecumenado.

La misa de las ocho, al menos en ese lugar, era la de los niños. Nunca nos había tocado presenciar alguna, pero fue adorable y divertida. El sacerdote usó un vocabulario más infantil para facilitar la comprensión, algunos muchachos hicieron una obra para que los niños entendieran la historia de la semana y los cantos vinieron acompañados de bailes sencillos en los momentos claves.

—Me hubiera gustado asistir a algo así de pequeño —pensé en voz alta, cuando pasamos a recibir el agua bendita. Toda la gente estaba reunida alrededor del padre, mientras que él lanzaba gotitas para todos (en realidad, eran más que simples gotas, ya que acabé mojándome más de lo que pensé).

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