Leandro Olaya era un hombre adinerado y todos los días rebuscaba en la basura del vecindario. Regresaba a casa cargado de metales oxidados, restos de comida, plásticos malolientes y todo tipo de baratijas. Todo ello lo acumulaba en el sótano y era allí donde pasaba una parte importante de su tiempo. Le pidió a su esposa y a sus hijas que prometieran no bajar, al menos mientras él estuviese vivo. Fue una petición sorprendente y un tanto perturbadora, pero la familia aceptó y cumplió la promesa.
Los vecinos no comprendían esta obsesión por la basura pero rechazaban la idea de que se hubiera vuelto loco; Leandro siempre tuvo un toque de genio que excusaba semejantes excentricidades y en la vida social se mostraba educado y encantador. Cuando le preguntaban por la basura respondía con humor y se disculpaba por la mala impresión que pudiera causar. De sus explicaciones se infería que su acumulación de desperdicios tenía un objetivo; uno que él desmentía.
Al comienzo la esposa de Leandro se preocupó por la salud mental de su marido. Tras algunas conversaciones al respecto, se tranquilizó al ver que no era más que una singular fijación. Cuando le preguntó por qué lo hacía, Leandro no respondió. Ella entendió correctamente que ese silencio no provenía del deseo de ocultar un secreto, sino del miedo a revelar algo demasiado íntimo, tanto que ni uno mismo comprende. Él sabía que sus intenciones eran buenas; también sabía que su comportamiento podía tener repercusiones negativas para su familia y que lo modificaría si se llegaba a tal punto.
Estas preocupaciones resultaron ser infundadas. A excepción de alguna chanza ocasional, la imagen que el pueblo tenía de Leandro era más que positiva. Incluso podría decirse que la situación había ayudado a crear una imagen de genio loco que lo hacía más atractivo. Algunos vecinos declaraban haber visto luces multicolores a través de las ventanas del sótano.
La falta de novedades hizo que la peculiar rutina de Leandro perdiese interés. El tiempo hizo su trabajo igualador y Leandro y sus aficiones fueron parte de la normalidad del pueblo. Tras un razonable número de años, Leandro Olaya murió. La recolección de basura continuó hasta el último de sus días.
Liberada de la promesa hecha durante su juventud, una de sus hijas bajó al sótano. Esperaba encontrar un océano de cables, plásticos y comida podrida, pero no encontró nada de eso. El suelo y las paredes estaban perfectamente limpios; en medio del sótano se suspendía una esfera tan mecánica como orgánica. Radiaba una luz tranquila que contuvo el grito de sorpresa de la mujer.
Durante varios minutos permaneció inmóvil, intentando comprender la esfera sin éxito. Llamó a sus hermanas. Todas ellas acabaron por sentir la necesidad de mostrar al pueblo el milagro. Los vecinos hicieron cola y ordenadamente fueron pasando a ver el extraño objeto. Algunos se negaban a abandonar el sótano y se entregaban religiosamente a la bola plateada. Ninguno se atrevió a tocarla. Se reproducían comentarios y preguntas: ¿era este el objetivo de Leandro? ¿Cómo puede crearse algo sagrado a partir de basura? Había quienes afirmaban haber visto los componentes mecánicos de la esfera diluirse en la bola como el mercurio y reaparecer en otro punto, quienes juraban haberla oído respirar y quienes decían haber visto una cara en ella. Un vecino creyó reconocer su antigua radio; haber contribuido a la esfera lo llenó de dicha. Otro se preguntaba si el milagro no sería una manifestación del alma de Leandro. Esta inusitada idea interesó a muchos y confesaron haber entendido por fin la obsesión recolectora del difunto.
Empezaba a caer la noche y los vecinos aún esperaban pacientemente. Fue entonces cuando la esfera empezó a removerse. De ella surgió con violencia una lengua plateada que atravesó la ventana del sótano y alcanzó la carretera sin lastimar a nadie. Se mantuvo inmóvil pero palpitante. De la punta de la lengua brotaron una suerte de dedos, que pronto se multiplicaron. Se extendieron por el aire y el suelo con el color de la gasolina sobre el asfalto, formando tentáculos multicolor, cables holográficos, ojos traslúcidos, barras de metal cubiertas de reflejos, bocas y dientes fluorescentes, rayos de luz. Los enormes hilos envolvieron el cielo y los edificios, esquivando siempre a las personas y animales con gentileza. Allí dónde se posaban surgía la vida, revitalizaban los árboles que tocaban y purificaban el aire de pestilencias y contaminaciones. En apenas unas horas el planeta quedó cubierto por este hongo divino.
Este fue el día en que Leandro Olaya alcanzó su meta. El día en que se creó lo que hoy conocemos como Paraíso.
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La obsesión de Leandro Olaya
Short StoryLeandro Olaya era un hombre adinerado y todos los días rebuscaba en la basura del vecindario. Regresaba a casa cargado de metales oxidados, restos de comida, plásticos malolientes y todo tipo de baratijas. Todo ello lo acumulaba en el sótano y era a...