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Con el tiempo, el señor Earnshaw empezó a decaer. Había sido un hombrerecio y sano, pero cuando sus fuerzas le abandonaron y se vio obligado apasarse la vida al lado de la chimenea, se volvió suspicaz e irritable. Se ofendía por una pequeñez, y se enfurecía ante cualquier imaginaria falta derespeto. Ello podía apreciarse especialmente cuando alguien pretendía hacerle algún engaño o de algún intento de dominarle. Velabacelosamente para que no le ofendieran con palabra alguna, y parecía quetenía metida en la cabeza la idea de que el cariño con que distinguía aHeathcliff hacía que todos le odiasen y deseasen su mal. Esto iba enperjuicio del muchacho, porque como ninguno deseábamos enfadar al amo,nos plegábamos a todos los caprichos de su preferido, y con ellofomentábamos su soberbia y su mal carácter. En dos o tres ocasiones, losdesprecios que Hindley hacía a Heathcliff en presencia de su padre excitaronla cólera del anciano, quien cogía su bastón para golpear a su hijo, y seestremecía de furor al no poder hacerlo por falta de fuerzas. 

Finalmente, el párroco (porque entonces había aquí un cura que se ganabala vida dando lecciones a los niños de las familias Linton y Earnshaw ylabrando él mismo su terreno) aconsejó que se enviara a Hindley al colegio,y el señor Earnshaw consintió en ello, aunque de mala gana; ya que decíaque Hindley era un obtuso y no se podía sacar partido de él, hiciérase lo quese hiciera.Yo, dolida, viendo lo caros que el señor pagaba los resultados de su buenaobra, esperé que así se restableciese la paz. Me parecía que los disgustosfamiliares estaban amargando su vejez. Por lo demás, hacía cuanto quería, ylas cosas no hubieran ido tan mal a no ser por la señorita Catalina y por José,el criado. Supongo que usted le habrá visto... Era, y debe seguir siendo, elmás odioso fariseo que se haya visto nunca, siempre pronto a creerse objetode las bendiciones divinas y a lanzar maldiciones sobre su prójimo ennombre de Dios. Sus sermones producían mucha impresión al señorEarnshaw y a medida que éste se iba debilitando, crecía el dominio de Josésobre él. No cesaba un momento de mortificarle con consideraciones sobre lasalvación eterna y sobre la necesidad de educar bien y rígidamente sus hijos.Trataba de hacerle considerar a Hindley como un réprobo, y le contabalargos relatos de diabluras de Heathcliff y Catalina, sin perjuicio de acumularlas mayores culpas sobre ésta, con lo que creía adular las inclinaciones delamo.

Verdaderamente, Catalina era la niña más caprichosa y traviesa que yohaya visto jamás, y nos hacía perder la paciencia mil veces al día. Desde quese levantaba hasta que se acostaba, no nos dejaba estar un minuto tranquilos. Tenía siempre el genio pronto a la disputa y no daba nunca paz a la boca.Cantaba, reía y se burlaba de todo el que no hiciese lo mismo que ella. Detodos modos, creo que no tenía malos sentimientos, porque cuando hacíasufrir a alguien mucho, se apresuraba a acudir a su lado para consolarle. Perotenía hacia Heathcliff un excesivo afecto. No podía aplicársele castigo mayorque separarla de él, a pesar de que siempre estaban riñéndola por su culpa.Cuando jugaba, le gustaba hacer de señora, y usaba las manos más de lacuenta para imponer su autoridad. Quería hacer igual conmigo, pero yo lehice saber que no estaba dispuesta a soportar sus golpes ni sus órdenes. 

El señor Earnshaw no soportaba juegos. Siempre había sido severo con sushijos y Catalina no acertaba a explicarse por qué en su ancianidad era másregañón que antes. Parecía sentir un perverso placer en provocarle. Era másfeliz que nunca cuando todos la rodeábamos reprochándola, porque podíamirarnos replicándonos con mordacidad, haciendo burla de las piadosasinvocaciones de José, buscándonos las vueltas y, en suma, haciendo lo quemás desagradaba a su padre. Además, obraba como si estuviera interesada endemostrar que tenía más imperio sobre Heathcliff, a despecho de suinsolencia, que su padre con todas sus bondades hacia él. Después de hacerdurante el día todo el mal que le era posible, al llegar la noche acudía a supadre mimosamente, queriendo reconciliarse con él a fuerza de mimos. 

—Vete, vete, Catalina —decía el anciano—: no me es posible quererte.Eres todavía peor que tu hermano. Anda, vete a rezar y pide a Dios que teperdone. Mucho temo que haya de pesarnos a tu madre y a mí el habertedado el ser. 

Al principio, estos razonamientos la hacían llorar, pero luego se habituó aellos, y se echaba a reír cuando su padre le mandaba que pidiese perdón desus maldades. 

Al fin llegó el momento de que terminasen los dolores del señor Earnshawen la tierra. Murió una noche de octubre, plácidamente, estando sentado ensu sillón al lado del fuego. Soplaba un fuerte viento en torno a la casa, yresonaba en el cañón de la chimenea. Era un aire violento y tempestuoso,pero no frío. Todos estábamos juntos; yo un poco apartada de la lumbre,haciendo calceta, y José leyendo la Biblia. Los criados, entonces, una vezque terminaban sus faenas, solían reunirse en el salón con los señores. Laseñorita Catalina estaba pacífica, porque había pasado una enfermedadrecientemente y permanecía apoyada en las rodillas de su padre. Heathcliff se había tumbado en el suelo con la cabeza encima del regazo de Catalina. Elamo, según recuerdo bien, antes de caer en el sopor de que no debía salir,acariciaba la hermosa cabellera de la muchacha, y, extrañado de verla tanjuiciosa, decía: 

—¿Por qué no has de ser siempre buena? 

Ella le miró, y riendo, contestóle: 

—¿Y usted, padre, por qué no había de ser siempre bueno? 

Después, viendo que se disgustaba, le besó la mano y le dijo que iba acantar para que se adormeciese. Empezó, en efecto, a cantar en voz baja. A1cabo de un rato, los dedos del anciano abandonaron los cabellos de la niña, yreclinó la cabeza sobre el pecho. Mandé a Catalina que callara y que no semoviera para no despertar al amo. Durante más de media hora permanecimosen silencio, y aún hubiéramos seguido más tiempo así, a no haberselevantado José diciendo que era hora de despertar al señor para rezar yacostarse. Se adelantó, le llamó y le tocó en el hombro, mas, notando que nose movía, cogió la vela y le miró. Cuando apartó la luz, comprendí quepasaba algo anormal. Cogió a cada niño por un brazo y les dijo, en voz baja,que subiesen a su cuarto y rezasen solos, porque él tenía mucho que haceraquella noche antes de retirarse. 

—Voy primero a dar las buenas noches a papá —dijo Catalina. 

Y le echó los brazos al cuello, antes de que pudiéramos evitarlo.Comprendió enseguida lo que pasaba, y exclamó: 

—¡Oh, ha muerto, Heathcliff! Padre, ha muerto...Y ambos empezaron a llorar de un modo que desgarraba el corazón. 

Empecé también a llorar; pero José nos interrumpió diciéndonos que porqué llorábamos tanto por un santo que se había ido al cielo. Después memandó ponerme el abrigo y correr a Gimmerton a buscar al médico y alsacerdote. Yo no podía comprender de qué iban a servir ya uno ni otro, pero,no obstante, salí presurosamente, a pesar de que hacía una noche muy mala.El médico vino inmediatamente. Dejé a José explicándose con el doctor, ysubí al cuarto de los niños. Habían dejado la puerta abierta y no parecíanpensar en acostarse, aunque era más de medianoche, pero estaban máscalmados y no necesitaban que les consolase yo. En su inocenteconversación, sus almas pueriles se describían mutuamente las bellezas delcielo como ningún sacerdote hubiera sabido hacerlo. Yo les oía llorando yagradecía a Dios que estuviéramos allí los tres, reunidos, seguros.

Cumbres borrascosas - Emily BrontëDonde viven las historias. Descúbrelo ahora