CAPÍTULO 1: NOME

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Extractos de la bitácora de José Francisco Murrieta, conscripto de la División E "Escorias".

La ciudad debió ser bonita: calles rectas y bien trazadas, las casas de colores vívidos intentaban dar vida a un paisaje llano y nevado que sólo evocaba la carencia de ella, pero también evidenciaba la perseverancia de la gente que solía residir aquí, las ganas de sobrevivir en los entornos más hostiles, su empecinamiento por hacer aquí sus vidas. Era digno de admirarse que un poblado tan aislado pudiera haber durado tanto desde su "Incorporación en 1901" a los Estados Unidos de América, como rezan las verduzcas letras en el bronce de una placa de bienvenida.

El cielo escaseaba en nubes, era de un abrumador y profundo azul que se extendía hasta hacer contacto con un mar plateado de aguas calmas cortadas por rocosas costas. El gélido aire apuñalaba nuestros pulmones con cada inhalación, y a pesar del frío, el rabioso sol consumía las partes expuestas de nuestro cuerpo, provocando severas quemaduras. Un cortante viento helado se oponía férreamente a nuestro avance. Una extraña danza se había apoderado de los cuerpos afectados por los inicios de la hipotermia, pero nadie decía nada, realmente no tenemos nunca el derecho de queja.

Íbamos cabizbajos, en caminata de derrotados, a paso lento. Las enormes y lentas Tortugas marcaban la pauta de nuestro andar y aseguraban su constancia, aunque el ronroneo de sus motores comenzaba a parecer adormecedor. Por supuesto que no estábamos en retirada, sino consumando la toma de la pequeña ciudad de Nome, en Alaska; una ciudad tan pequeña que el complejo de su aeropuerto era más grande, pero para los esfuerzos de guerra valía oro, pues la pequeña ciudad era el último baluarte de las fuerzas enemigas en el norte del continente. Pero después de ver el costo de esa victoria, es imposible no sentirse derrotado ante una atmósfera omnipresente de muerte y destrucción.

Entre el crujir de los guijarros que anunciaban nuestros pasos, los suspiros de los hombres y mujeres cansados; voces bajas, murmurando las vivencias de la batalla de hoy, silenciosos sollozos que anunciaban una pérdida, casi, digo casi, olvidamos el enorme montón de escombros y cadáveres que las Tortugas tenían la amabilidad de hacer a un lado con sus corazas a modo de bulldozers, anónimos afortunados que vieron el fin de la guerra junto con el fin de sus días. Esa estampa me recordó una frase que alguna vez escuché en una canción durante mi niñez; y es sólo ahora cuando, al estar sumido en el peor de los infiernos, comprendo su tétrico significado:

"No one ever wins, no one finally loses; except the Death. Under the sun, they rot together with absolute biological equality". Y era cierto. Aliados y enemigos se apiñaban en montañas de brazos, piernas, torsos y miradas vacías, dispuestas sobre un alfombra roja hecha con la sangre de todos como si fuera una extraña y horrenda premiación, como si algo o alguien nos dijera "Mira, en esto te has convertido. Ahora es tuyo, tómalo".

El frío era insoportable, sus ráfagas pareciese que nos arrancaran un poco de vida con cada respiración. Nuestras "ropas de invierno" no resultaban muy útiles, y varios compañeros habían encontrado la solución en despojar de sus abrigos a algunos de los enemigos, que casualmente estaban mejor equipados para ambientes como este, y en su situación actual (muertos) no iban a necesitarlos.

-¿Estás loco, güey?- dijo una voz que no logré identificar.

-No, estoy tibio- le respondió otra voz, con tono cínico.

Ambos se echaron a reír, después un tercero, un cuarto, otros dos a mi izquierda...

Intentaba resguardarme del frío casi desesperadamente: mantenía mis manos en los bolsillos, me había quitado el casco y me había puesto un gorro, me había subido la bufanda hasta la nariz y me había cubierto las orejas, pero era inútil. Mi andar tembloroso me había hecho tomar la decisión de ir por uno de esos abrigos. Aquel par de guasones seguía haciendo bromas, que en otro ambiente y con otras personas habrían resaltado por su mal gusto; aquí es común el lenguaje malsonante y el humor negro.

Cuentos de una Guerra FloridaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora