CAPÍTULO 2: MUERTE.

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Extraído de la bitácora de Éric Revilla, actualmente Sargento de las Fuerzas Regulares de la CEL.

29 de mayo de 2044.

-¡Sanidaaaad!

Nunca se olvida la primera muerte que observas. Es un trago muy amargo que hay que tomar, pero es tan sólo el comienzo. Y ese era el mío.

-¡Sanidad! ¡Un caído, mierda! –insistí hablándole a todos y a nadie en específico, intentando salvar al herido que yacía frente a mí. Y era de entenderse que no atendieran mi urgencia, no era el único que había salido mal librado de esa inesperada escaramuza.

Aquello era un caos completo, y tuve suerte de salir entero de aquel embrollo. Lo cierto es que nadie se esperaba eso, ni esperaba las consecuencias. Por el momento no me importaba un carajo una sola cosa que no fuera que algún jodido médico atendiera al desfalleciente Arturo "El Orejón"; mi compañero de pelotón y mejor amigo desde que salimos de la Básica.

Insistí una vez más hasta que un sanitario se acercó a nosotros, emergió de entre la confusión, el humo y los gritos. Arturo "El Orejón" había terminado recargado en el espinoso tronco de una altísima ceiba. Del agujero que había en su chaleco blindado no dejaba de salir un no muy fino hilo de sangre que había formado un charco en el esponjoso y húmedo suelo de la selva amazónica. Su arma yacía tirada a dos metros de donde él estaba, todavía salía humo del cañón.

El saludable moreno de su rostro se había tornado en gris, y estaba empapado de un sudor frío y viscoso. Sus anchas narinas se expandían y contraían a un ritmo alarmante, producto de su respiración superficial.

Mis ideas daban vueltas en mi cabeza, sin lograr acomodarse en algún sólo hilo coherente de pensamiento que me permitiera actuar como la situación lo necesitaba. No logré escuchar que el galeno trataba sin éxito de obtener información del semiinconsciente herido sobre su estado. Realizó una breve evaluación preliminar para determinar el estado de salud del paciente y colocó una etiqueta adhesiva de un chillón color rojo. Sin decir más, se fue.

-Está bien, está bien, está bien –le dije, intentando sonar tranquilizador, aunque el nerviosismo en mi voz denotaba lo contrario- enseguida regresa el sanitario. Solo... sólo... que-quédate conmigo.

Arturo "El Orejón" me miraba fijamente, o al menos eso quise entender, pues sus ojos estaban vidriosos y la mirada perdida, desenfocada, lejana. De vez en cuando abría mucho los ojos, como si soportase un dolor indecible, o como si esforzara más allá de sus capacidades por aferrarse a la vida; y volvía a la "normalidad".

Comenzaron a transitar frente a nosotros a toda prisa brigadas médicas cargando camillas, con cuerpos (partes de cuerpos), envueltos en su totalidad en sábanas. Las sábanas, empapadas en sangre, venían marcadas con etiquetas adhesivas de color negro. Venían después transportando heridos de gravedad: mutilados, quemados... todos marcados con etiquetas color marrón. Entre ellos iba el médico que fue a etiquetar a mi amigo, sosteniendo en alto un recipiente con alguna clase de líquido, mientras otros dos llevaban a paso ligero la camilla. Nos miró de reojo, y prosiguió su marcha. Un rastro de sangre daba constancia de su ruta.

-Tranquilo, Orejón. -le dije a mi convaleciente amigo, aún mi mirada estaba en aquellos médicos alejándose- sólo... ¡Hey!, ¡hey!, ¡quédate conmigo! –le urgí levantando su cabeza y dándole unas pequeñas palmadas en la mejilla. No había notado que la había dejado caer sobre su barbilla; de sus labios, ahora blanquecinos, escurría un débil pero constante hilillo de mezcla de saliva y sangre. Un pequeño gorgoteo interrumpía guturalmente su débil respiración. La bala le había desecho un pulmón.

Me miraba, o al menos miraba en mi dirección, mientras yo hacía esfuerzos por mantener su cabeza levantada; ciertos cambios de peso en mi mano me hacían saber que Arturo "El Orejón" intentaba hacerlo por su cuenta. Su mirada era incierta, melancólica y lagrimosa, como si sus ojos se hubieran vuelto dos esferas de vidrio; aunque cristalinos, lucían opacos, sin la luz de la vida, sin la chispa que algunos llaman alma.

Cuentos de una Guerra FloridaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora