Capítulo 40 | Sanando heridas.

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BRENDAN

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BRENDAN

Decir que estaba nervioso se quedaba corto a comparación de como realmente me sentía.

La compañía de mi papá ayudaba para tranquilizarme un poco, pero nada podía controlar los temblores repentinos de mis manos y mí estómago revuelto.

El momento que tantas dudas me había causado, y que esperaba ansiosamente había llegado. No podía retroceder, ni escapar.

Con mis papás esperábamos a mis abuelos en nuestra casa. Considerábamos que era el lugar correcto, ya que tendríamos un momento muy especial e íntimo como para pasarlo en una cafetería.

Había vuelto a mi casa después de un mes en el que me acostumbré a la calidez de otro hogar; a la presencia de otras personas; a encontrarme con otros vecinos. Quién diría que en un mes una persona puede acostumbrarse tanto a otra rutina.

Cuando volví a entrar a mi habitación me encontré con un dibujo a medio terminar sobre mi cama. Me había olvidado de que estaba haciendo ese boceto. Era una silueta del rostro de un chico, de perfil, con una lágrima que viajaba por su mejilla.

Quizás era una señal que ese dibujo no lo haya hecho en mi cuaderno.

Volver a vivir con mi papá me devolvió un poco de la tranquilidad que al principio me faltó. Lo escuchaba reírse, jugábamos a nuestros juegos de mesa, mirábamos nuestros programas de televisión favoritos; compartíamos el tiempo que no habíamos tenido.

Pero aún así a mis días le faltaban algo.

Le faltaban un niño y su mascota hiperactiva corriendo por toda la casa; una mujer tratando de alcanzarlos, y sobre todo le faltaban una mirada azul y una sonrisa llena de estrellas.

Sonreí con nostalgia al acordarme de Ayla.

—¿Por qué sonríes? —La voz de mí papá me sacó de mi nube de pensamientos. Me había olvidado que estábamos sentados en nuestra sala, esperando la llegada de mis abuelos.

—Nada —respondí rápidamente, negando.

Vi de reojo el rostro de mi papá, sonriendo y asistiendo lentamente, dándose cuenta de lo que no era capaz de decirle.

Mientras no dejaba de estrujarme los dedos, los minutos pasaron, y el timbre sonó.

Papá me miró de inmediato. Ambos sabíamos qué significaba. Antes de levantarse del sofá, me apretó el hombro.

—Tranquilo, ¿si? Papá está aquí.

«Siempre lo está.»

La puerta se abrió mientras trataba de tranquilizarme, respirando profundo.

—Hola, pasen. Estaremos en la sala. —Escuché a papá decir.

Levanté mi cabeza cuando noté la primera persona acercándose al sillón donde yo estaba, y las primeras lágrimas ya hicieron fila en mis ojos, asegurándose el lugar para caer en cualquier momento.

El anillo de Saturno ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora