Todo comenzó con un temblor. Tu mano, liberada de las ataduras de la voluntad y la conciencia, oscilando libre como un péndulo infinito, más allá de los horizontes de tus pretensiones, ignorante a tus requerimientos, soberbia, impulsiva, libertina. Tu mano que se encontraba en la fase inicial de una sordera irreversible pero que en ese momento solo parecía una torpeza, un accidente. Tus manos, tus dedos ágiles, sabios, buenos, los que habían delineado mi piel en tantas noches prodigiosas y tantas mañanas de sorpresivos despertares en los que me hacía de agua y de placer bajo sus órdenes, tus dedos, los pinceles de un artista quien había usado mi carne para crear un arte efímero pero inolvidable, yo bajo tus dedos y luego bajo tu peso era perfectamente feliz, una felicidad que solo se encuentra ya en los laberintos de mi memoria, una felicidad de la que no tienes noticia.
—Aquí tiene, Don Abel, tal como me pidió: Chocolates Arnoldi. Usted siempre tan detallista, tan generoso, tan galante.
—Gracias Doctora García. Usted siempre tan buena. ¿Cree que le gusten?
—Pues si no le gustan, no se los merece… y yo, con mucho gusto, los aceptaría.
—Oh, claro que los merece, doctora García. Sonita es… es, pues es… luminosa ¿sabe?
—¿Luminosa?
—Si, doctora. La belleza es un regalo a los ojos, pero, Sonita además es radiante, es un regalo a todos los sentidos. Dígame ¿si ella obsequia a todos mis sentidos horas felices, es mucho querer darle un detallito a su sentido del gusto? Después de todo, ya sabe, nosotros en algún momento ya no somos capaces de diferenciar la sopa del pastel de chocolate. Mejor ahora ¿no lo cree? Cuando aún puede disfrutar…
—Tiene razón, Don Abel. Tiene razón.
Después vinieron los guiños graciosos. Tus parpadeos carentes de ritmo, una falsa clave morse, que no decía nada, agorera de desastres posteriores que no supimos descifrar. Tus ojos que me miraban siempre fijo, largo, con descaro, con codicia colmada de ternura, con sentencias requisitorias y con las ganas siempre prestas. Los años no habían minado el hambre de tus ojos como no habían aletargado el apetito por mis complicidades para desfallecer mutuamente de cansancio y placer, como no habían perdido la ternura antes y después de la tormenta, como no habían perdido su graduación 20/20, una mirada de águila para quien la única presa era yo. Podrías mirar y admirar y reclamar tantas cosas, pero solo para mi cabía esa mirada audaz, conquistadora, mitad caramelo y mitad brasa, la cual, me expropió hace tantos años, cuando me llamaste tuya desde veinte pasos de distancia. Caminaste lento hasta mí y los ojos fijos de delicia, yo con aquel vestido de raso negro, sentada en esa silla afortunada de aquella fiesta bendita donde nos encontramos, y tú, cazador certero, cruzaste el largo trecho de los años desconocidos para concretar nuestra posición en el mapa y ser desde entonces, aunque ahora tal vez no de la mejor manera, un nosotros.
—¿Los chocolates son para mí, Doctora?
—Ay, don Abel, no comience con sus cosas. Son los Arnoldi que especialmente me pidió comprara para su señorita Sonia.
—¿Sonia? ¿Sonia?
—Si, claro, su señorita. La señora radiante de ojos zarcos.—Luminosa, doctora, luminosa. Ya recuerdo, dispense usted, los años y sus trucos de magia olvidadiza.
Los actos de magia… decías. Los duendes… decías. Cuando las llaves aparecían en la cocina y estabas seguro de haberlas dejado en el llavero junto a la puerta de la entrada. Cuando el dinero no estaba en la cartera y aparecía en la vieja azucarera, aquella un poquito estrellada, sobreviviente de las tres vajillas que nos dieron el día de nuestra boda. Los duendes, son los duendes renegabas cuando el reloj aparecía bajo la mesa, los duendes cuando cortaron el teléfono que jurabas habías pagado. Los duendes, los actos de magia...
Los actos de magia, como aquel que organizaste hace más de medio siglo. Me llevaste con engaños, y yo, solo había aceptado porque se trataba de estar contigo ¡pero que ganas iba a tener de estar en una función de box! Y, a donde me metiste fue a una carpa, en tercera fila. El desfile de cómicos y bailables y canciones había sido tan divertido, cuando apareció el mago, con su frac negro, su camisa blanca, su sombrero de copa. Pidió un voluntario y saltaste sin levantar la mano, estabas a su lado antes que alguien más pudiera pensar en proponerse para el acto. Dijiste tu nombre fuerte y claro: Abel García. El mago dijo que su asistente había enfermado, algo no había salido bien en la función anterior, un dolor de garganta y de cabeza, y pidió ayuda. Tú le susurraste algo al oído y él dijo: está bien, no es lo más correcto pero, le vamos a dar gusto al señor Abel. Mi asistente será su bella novia. El asiento era un sitio tan estrecho donde no podía ocultarme, el rojo de mis mejillas debió encender más que todas las luces del escenario. Tú, galante como siempre, hiciste una caravana y me tendiste la mano. La tomé nerviosa y resignada, subí al escenario, frente a ti. El mago, situando entre nosotros, puso su sombrero en tu cabeza, te quedaba un poco grande, te tendió su varita mágica, él tomó entre sus manos una mascada y una paloma, me pidió que extendiera las mías y posó la paloma sobre mis palmas, encima colocó la mascada. Volteo hacía ti y te pidió que repitieras: “Shazma ben abakal”. Shazma ben abacal, decías con voz sería mientras movías la varita, la paloma desapareció y en mi palma, bajo la mascada, estaba algo desconocido. El mago te dijo: adelante caballero. Y tú, con tu voz profunda, con esa ternura que solo habías tenido para mí, con esa seguridad deslumbrante en la que una pizca de nerviosismo podía adivinarse, te hincaste y levantaste la mascada diciendo: “Sonia, mí adorada mujer luminosa ¿quieres iluminar mi vida? Por favor acepta ser mi esposa”. ¿Qué puede una decir frente a un público que aplaude conmovido?, ¿Qué puede una decir ante el hombre más apuesto, ante el más amado de los seres si la voz se ha escapado? ¿Qué se puede decir si el corazón se ha detenido y los ojos son como ríos desbordados de felicidad? Debí mover la cabeza haciendo un sí, porque me tomaste en brazos y los silbidos y los gritos y los aplausos nos envolvían.
—¿Le gusta la magia don Abel?
—Ay, doctora García, pues creo que sí. Nos gusta a todos ¿no lo parece? Lo que creo, estoy más seguro, es que me gustan los nudos.
—¿Usted fue marinero, don Abel?
—Que va…¿Oh… si? No, pues, no lo creo. Pero me gustan los nudos. Tengo un zoológico hecho de nudos en mi cuarto ¿no lo ha visto nunca?
—Si, don Abel, ¿Cómo aprendió a hacerlos?
—¿Hacer que, doctora?
—Los animalitos de nudos.
—¿Animalitos de nudos?
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Mujer Luminosa
Short StoryDeseamos que el amor y los recuerdos sean eternos. Pero ¿Cuántos deseos se cumplen?