One shot.

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Anne Shirley Cuthbert no sólo era extraña, sino también la chica más excéntrica y soñadora que Diana había conocido nunca. Su forma de ser tan espontánea le había robado el aliento desde el primer día que la supo en Green Gables. La amistad entre ellas había florecido de inmediato y Anne había prometido solemnemente que serían inseparables.

La escuela elemental de Avonlea estaba a menos de tres kilómetros de la granja de los Cuthbert, y no obstante, Anne llevaba ausentandose de las clases dos días. Era por tal causa que Diana decidió desviar su camino rutinario a casa.

Llevaba una cesta con bayas silvestres en una mano y las lecciones del día meticulosamente anotadas en los separadores de sus valiosos libros. No hizo falta que llamara más de dos veces a la puerta.

La madera del suelo al interior de la cabaña emitió varios estallidos secos bajo la firme caminata en el arcaico entarimado.

La puerta se abrió y Diana esbozó una cálida sonrisa ante la austera figura femenina de cabellos grises sujetos en un moño alto.

—Buen día, Marilla— saludó con pleitesía, adelantando la cesta como ofrecimiento—. ¿Esta Anne?

Marilla inclinó la cabeza a modo de saludo. Dejó la cesta sobre la mesa, a un lado de los bollos con manteca y natas. Ahogó una exclamación mientras juntaba las palmas, como si diera las gracias por tan súbita visita.

—Por favor sube, Diana. Tal vez a ti te escuche.

Por toda respuesta, Diana hizo un leve asentimiento. Se sentía inmersa en una empresa de gran importancia.

Con cuidado, subió por las escaleras, alzándose el dobladillo de encaje del rozagante vestido marino, esquivando las grietas de un centímetro entre los peldaños, con los vaporosos cancanes de su crinolina agitándose en cada paso.

—¿Anne?— golpeó la puerta con los nudillos y aguardó, pero al secundar el silencio su duda, acercó el oído junto a la perilla. Un llanto lastimoso de gemidos entrecortados llegó a sus tímpanos.

Diana se incorporó para abrir la puerta e irrumpió como un vendaval en la modesta habitación. La figura echa ovillo sobre la cama, cubierta por el sencillo y deshilachado cobertor marrón.

—Anne. Ya has faltado dos días a la escuela— se sentó al pie de la cama y tironeó un poco para descubrir la silueta llorosa y andrajosa que se escondía debajo—. Si sigues retrasando las lecciones, jamás vencerás a Gilbert. Además todos te echan de menos.

—No todos— gimoteó Anne, cepillandose los revueltos y desiguales cabellos rojos con los dedos. Sus chispeantes ojos verdes velados de llanto—. Oh, Diana. Mi tristeza fulgura con el vigor de un latido desesperado. Quise resarcir el mal del endemoniado color rojo y mira lo calamitoso que ha quedado.

Curiosa por el apasionado coloquio, Diana se levantó para echar un vistazo de cerca. La larga cabellera de fuego había quedado reducida a la mitad, con mechones desnivelados a uno y otro lado del rostro.

—No entiendo por qué insistes en odiar tu cabello, Anne. Siempre lo he encontrado bonito.

—No es solo el cabello, Diana— acotó Anne, poniéndose de pie en un salto—. Es fácil para ti ser una hermosa y refinada señorita, pero yo en cambio...— la barbilla volvió a temblarle. Se calzó a prisa los zapatos y caminó de orilla a orilla de la habitación, súbitamente ansiosa y más enérgica que de costumbre.

—Eres bonita, Anne. Ya te lo he dicho muchas veces— sonrió Diana, retirándose uno de los listones de seda que constituían su clásico peinado de media coleta—. Sólo estas exagerando.

Anne respingó, recalcitrante como solía mostrarse a menudo, cuando sus ideas no se correspondían con las ajenas.

—No hay absolutamente nada de encantador en un cabello del color de la zanahoria— se exaltó con pesimismo, sosteniendo dos cortísimos mechones delanteros para dar énfasis a lo dicho—. Nada de bello en estas horrendas pecas— hizo alarde, señalandose el rostro—. Soy tan fea que si me internara en el bosque no alimentaría a los osos, los asustaría....No te rías, Diana. Hablo en serio.

Espíritus afines.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora