Cuando el calor desciende

6 2 0
                                    

En la sala de espera de urgencias de un hospital es bastante curioso lo que cada persona es capaz de hacer; sentarse mirando al infinito, pasear del asiento al pasillo y volver, centrarse en el teléfono móvil, cada cual pasa su espera según su cuerpo se lo pida. Dime cómo afrontas la espera de un ser querido y te diré cómo eres.

A mi sentarme en estas sillas de plástico unidas por barras de hierro, imagino que para que nadie se las lleve, aunque sinceramente quién en su sano juicio iba a querer ésto tan incómodo, horroroso y poco práctico iba a querer llevárselo. Cierto es que hay gente para todo. Para mi era una prueba de contención y fuerza.

Odiaba los hospitales, hay mucha gente que dice lo mismo, pero lo mío es odio profundo. No al personal o al edificio en si, es más a lo que representa para mi. Un lugar de duelo, dolor y lágrimas. Cada vez que había tenido que estar en uno había sido un momento de devastación en mi vida e intentaba evitarlos en la medida de lo posible. Esta vez la historia no podía repetirse, era consciente, pero un miedo insano y sangrante me desgarraba, trayendo a mi mente cada mísero segundo vivido en el pasado entre las cuatro paredes de un habitáculo no muy diferente a ese en el que sentada luchaba en silencio contra mi peor enemigo, mi masoquista mente y la hija de puta de mi memoria.

Nada más llegar, de forma sorpresiva, nos habían atendido en seguida y se habían llevado a Sebas para realizarle pruebas. Cierto es que de eso hacia dos horas, en las que había podido observar gente pulular por la sala y los pasillos. Nada más llegar, había dejado un mensaje en el contestador del abogado. En parte lo prefería así, decía lo que tenía que decir sin interrupciones y él en el primer hueco me contactaba. No era una persona de grandes historias, me gustaba sintetizar las cosas. Se podría decir que no era de las que se andan por las ramas. No adornaba, ni hacia florituras. Contaba las cosas tal cual. La manera más rápida de ir de un punto A a B es la línea recta. Esa se había convertido en mi filosofía mucho antes de saber que la vida a veces es una prueba tras otra.

Pensando en los cárteles y sus dudosos slogans sobre vacunas, dolencias y otros productos que de forma incomprensible adornaban aquellas paredes de un tono antaño ¿verde? ¿gris? Unos pasos diferentes, un sonido pausado casi silencioso, llamaron mi atención y al alzar el rostro mi mundo paró medio segundo, algo se activó dentro de mi cuerpo y de pronto perdió todo el calor que me había mantenido en pie. Al llegar a mi altura solo fui capaz de caer en sus brazos y llorar como una niña, como aquella chiquilla que luchaba por un futuro con uñas y dientes entre golpes e insultos.

Creí haber llorado todo el día que me permití ser débil pero pronto me daría cuenta que ninguna de aquellas lágrimas eran mías, no era un sufrimiento por mi, era un miedo y un dolor ajeno. Sufría el dolor de la persona que más amaba en la vida, más que a mi propia vida. Sebas estaba en el hospital, de nuevo; solo, herido, asustado.

Una voz calmada y dulce me hizo aterrizar, me separé avergonzada y agradecida. Él solo sonrió dándome más calor que todas las palabras de consuelo que existen.

Horrorizada por mi mala educación vi como una mujer hermosa a sus cincuenta y tantos esperaba paciente junto al señor Ortega. ¡Madre mía! Era su mujer y yo me había lanzado encima de él. Mortificación era una nimiedad a cómo me sentía en aquél momento.

-yo...yo...yo...- muy bien Oli, primera impresión buscona, segunda impresión idiota, esta mujer hará que me encierren en un manicomio. Con lo rico y excelso que es nuestro idioma, ahora mismo en mi cerebro no hay palabras

-Tranquila Olivia. Estamos aquí- solo pude asentir, me abracé fuerte, me lo parecía a mi o habían subido el aire acondicionado a nivel Polo Norte

-José llévala fuera, que le de un poco el aire, yo espero aquí mientras noticias de Sebastián- con una sonrisa desprendía el calor de un sol un día de tormenta, me recordaba tanto a mi madre, que dolía, pero era un dolor bueno. Loco ¿no? Qué dolor hay bueno. Pues lo hay.

Note como poco a poco me llevaba hacia la puerta. Al salir un sol abrasador me dió de lleno en el rostro pero no notaba su calor en el cuerpo. Solo su brillo. Cómo puede brillar tanto el sol y hacer un día hermoso cuando en mi interior sólo habitaba frío y dolor.

No hablamos, no nos miramos, no interactuamos. Solo nos sentamos en aquél banco uno junto al otro en silencio. Al parecer, él sabía lo que yo necesitaba antes que yo misma. Poco a poco mi cuerpo se fue acoplando de nuevo como un puzzle. Con su sola presencia me había proporcionado la serenidad que, al parecer, mi cuerpo y mi mente necesitaban.

-Lo siento mucho señor Ortega, me siento abochornada ha estado fuera de lugar-
-Somos seres humanos, es lo más natural del mundo. No tienes que disculparte por nada. ¿Me cuentas qué ha sucedido?- no me pasó por alto que no me pregunto por mi estado y se lo agradecía con sinceridad

Así pasé a relatarle lo acaecido en el despacho, no eludi mis salidas de tono, ni mi amenaza al igual que tampoco escondí la experiencia propia y cómo sabía la forma de actuar de aquel centro.

Cuando volvimos a entrar él hablaba por teléfono y daba órdenes. Aproveché para presentarme a su mujer y disculparme de nuevo. Ella solo me abrazó y me ofreció traerme un refresco. Rara vez me sorprendo, pero cada día veía más claro que mi ángel de la guarda tenía nombre y apellido. El destino, o la web de búsqueda más en concreto, me había llevado hasta él y siempre daré gracias por ello.

Dos horas más tarde, salió un Sebas bastante contento para haber estado 5 horas en un hospital. También de forma sorpresiva, pude observar como lo acompañaban varias enfermeras con una silla de ruedas, las cuales le dieron un beso de despedida y una piruleta cada una con la condición de no comerselas todas a la vez y sin haber comido antes. Al rato salió un médico, bastante joven y atractivo, que nos informó sobre su estado. Pedía que estuviese en reposo unos días y que no hiciera esfuerzos porque tenía algunas costillas heridas, no estaban rotas pero parecían astilladas.

Al final sí iba a tener que estar en casa y no era por la expulsión.

¿Tenías que ser tu?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora