"Soñar es el único derecho que no puede prohibirse"
Sintió algo húmedo y caliente entre las piernas. Una caricia en el vientre. El beso en el muslo.
Las luces de aquella estancia eran de un color ambarino, brillaban a baja intensidad y aquella iluminación creaba claroscuros en los rincones y las esquinas del techo. El suelo era de baldosas oscuras, pero no era su fría superficie lo que sentía bajo la espalda. Se removió un poco cuando un calambre de placer le atenazó las piernas y buscó algo a lo que aferrarse. Sus manos no hallaron nada. Giró la cabeza hacia un lado y algo suave le rozó la mejilla; el pelo largo color burdeos de la alfombra de pie de cama sobre la que estaba acostada. Más allá, a pocos metros de ella, vio una fogata en una chimenea. El fuego hacía crepitar la madera y hacía temblar las sombras proyectadas en el suelo y las paredes. Era una habitación muy grande y espaciosa. ¿Se trataría de la suite de un hotel?
Aquello que antes había sentido entre sus piernas, aquello húmedo, lúbrico y caliente que había estado besándole ahí, se trasladó a su pecho. Levantó la cabeza y la vio; Una cabeza de cabello lacio, largo y castaño. Las pestañas largas, rizadas y espesas. Unos labios rosados y pálidos que se paseaban por su pezón y lo succionaban, mojándolo con saliva. Era una mujer. Una chica. Su nariz era pequeña, el puente recto. Tenía la piel muy blanca.
Detuvo a la chica y le puso una mano en la cabeza, agarrándola del pelo. Entonces ella soltó su pezón con un chasquido, levantó la mirada y vio sus ojos. Tenían una forma almendrada y eran de color pardo. Aunque quizás se acercasen más a un tono verde oliva. Transmitían algo muy dulce y pícaro al mismo tiempo. Las cejas, que eran largas y finas, los enmarcaban. Tenía los pómulos altos y había un pequeño lunar en la punta de su nariz que le daba cierto aire de simpatía.
-¿Quién eres? -preguntó medio en trance.
La chica, que debía rondar la veintena, le dio una sonrisa juguetona y entornó los ojos. Luego, sin responderle, reptó sobre su cuerpo hasta que sus rostros quedaron a pocos centímetros de distancia. Sintió el aliento ajeno lamiéndole la piel y su cabello le cayó como una cascada a cada lado de la cara, rozándole las mejillas y haciéndole cosquillas. Su expresión se había vuelto serena de forma repentina y le miraba sin pronunciar palabra, como si estuviese esperando a que ella hiciese algo. Entonces, sin pensarlo mucho, la besó. Alcanzó su nuca, afianzó la mano allí y buscó sus labios. Éstos le recibieron sin reservas, de forma lenta y apasionada. Inmiscuyó los dedos entre las hebras de su pelo y se lo acarició. Era muy suave, y estaba frío. El calor del fuego le había caldeado la piel, y aquel contraste le produjo una extraña satisfacción. Imaginó como sería una situación inversa, en la que una boca caliente se pasease sin reservas por su cuerpo en una noche fría de invierno.
Ahondó en aquella boca, le mordió y buscó su lengua. Había cerrado los ojos y rodeado la cadera de la chica con las piernas, enrollándose a su alrededor. Le empujó con los talones con suavidad, instándole a acercarse más. Entonces sintió su sexo rozándose contra el suyo y separó los labios con un suspiro. Le miró. Tenía los cabellos desordenados. Un par de mechones rebeldes le caían sobre la frente y le ocultaban la mirada de forma parcial. Escuchó su respiración acelerada. Los ojos verdes no dejaban de escrutarle con minuciosidad, como si estuviesen contemplando un cuadro de Goya en el Museo del Prado o una escultura de Miquel Ángel en el Louvre.
-¿Cómo te llamas?
De forma vacilante, alzó una mano y acarició la mandíbula de la chica. Ésta cerró los ojos y ladeó la cabeza, propiciando aquella caricia. Su piel era suave y cálida. Dos pequeños pendientes de oro adornaban los lóbulos de las orejas. Cuando pensaba que ya no iba a responderle, la chica habló.
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LA HABITACIÓN DE SOFÍA (homoerótica lésbica)
RomanceSintió algo húmedo y caliente entre las piernas. Una caricia en el vientre. El beso en el muslo. Las luces de aquella estancia eran de un color ambarino, brillaban a baja intensidad y aquella iluminación creaba claroscuros en los rincones y las esq...