Historia de Todos: Accalia

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 Agobiante.

El ruido. Los olores. Y, más tarde, cuando abrí los ojos, los colores.

El pasto en el que estaba recostada se sentía demasiado real, como nunca antes.

Los árboles, que fragmentaban el cielo en pedazos irregulares y asimétricos, brillaban con una autenticidad jamás vista.

El ruido de los autos se oía como si estuviesen a mi lado, cuando, en realidad, estaban al otro extremo del bosque frondoso en el que me encontraba.

Pero fueron los olores los que cautivaron mis sentidos. Pude oler los latidos de un ciclista que se ejercitaba a lo lejos. Olfateé su sudor, su corazón latiente y la sangre fresca en él.

Un olor más asqueroso llamó mi atención, entonces. No fue su cuerpo pudriéndose, sino que olí la ausencia de latidos, la falta del sonido de la sangre recorriendo su cuerpo desde los pies hasta su cabeza, el vacío de vida del ser que se encontraba a unos metros de mí.

Lucía como un cachorro de lobo, blanco como la nieve, y unas manchas de negro y café coloreaban su peluda cola y patas traseras.

Unas horas antes, su corazón pedía unos segundos más de vida, y, aunque en esos momentos no pude olerlo con esta intensidad, sabía que su sudor apestaba más que el del ciclista. Claro que, en ese entonces, no era un lobezno, sino un lobo gigante, con dientes enormes y filosos, capaz de despedazar presas, de matar. Una fiera, el depredador más temible del bosque. El rey del lugar.

Y, aún así, me pidió ayuda. Me rogó mi auxilio.

Sus ojos, grandes, llamativos, que contrastaban con la noche, anhelaron a su familia, y lloraban por ella también. Un grito y llanto de guerra, cual soldado en duelo por su país.

La Luna gritaba mientras se reflejaba en ese rojo brillante, lloroso, e, incluso siendo humana, pude escuchar su llamado, su llanto, su amenaza de venganza. La promesa hecha por la Luna Llena más dolida de la historia.

Una promesa que ahora yo me veía obligada a cumplir.