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Estaba muy oscuro. Colorado percibió que había algo cerca. Al joven gato
se le dilataron las pupilas mientras escudriñaba la espesa maleza. Aquel
lugar era desconocido para él, pero los extraños aromas lo atraían hacia las
sombras, cada vez más. Le rugieron las tripas, recordándole que tenía
hambre. Abrió un poco la boca para que las cálidas fragancias del bosque
alcanzaran su paladar. El olor mohoso del mantillo de hojas se entremezclaba con el tentador aroma de una pequeña criatura peluda.

De repente, un relámpago gris pasó corriendo ante él. Colorado se
quedó quieto, escuchando. La criatura se había escondido entre las hojas, a
menos de dos colas de distancia. Colorado sabía que era un ratón: en el vello interno de sus orejas percibía el rápido latido de un corazón diminuto.
Tragó saliva, acallando el ruido de su estómago. Pronto saciaría su hambre.

Bajó el cuerpo lentamente, agazapándose para el ataque. Estaba situado a favor del viento, así que el ratón ignoraba su presencia. Tras comprobar
por última vez la situación de su presa, Colorado echó hacia atrás las ancas y saltó, levantando hojas del suelo al alzarse.

El ratón huyó hacia un agujero, pero Colorado ya estaba sobre él. Lo alzó por el aire, sujetando al indefenso roedor con sus afiladas garras,
haciéndolo describir un elevado arco hasta el suelo cubierto de hojas. El
ratón aterrizó aturdido pero vivo. Intentó correr, pero Colorado volvió a atraparlo. Lo lanzó de nuevo por los aires, un poco más lejos esta vez. El
ratón logró dar unos pasos tambaleantes antes de que Colorado lo alcanzase.
De pronto, se oyó un sonoro ruido cerca de allí. Colorado miró
alrededor, y entonces el ratón pudo librarse de sus zarpas. Al volverse de nuevo, el gato vio cómo desaparecía en la oscuridad, entre las enredadas
raíces de un árbol.
Rabioso, Colorado abandonó la cacería. Giró sobre sí mismo, con sus
ojos verdes llameando, tratando de localizar el ruido que le había costado su presa. El tamborileo continuaba, y cada vez le resultaba más familiar.

De repente abrió los ojos y el bosque había desaparecido. Estaba en una
cocina caldeada y poco ventilada, ovillado en su cama. La luna se filtraba a través de la ventana, proyectando sombras sobre el liso y duro suelo. El ruido era el repiqueteo de las bolitas de comida seca con que estaban llenándole el cuenco. Colorado había estado soñando.
Levantó la cabeza y apoyó la barbilla en el borde de su cama. El collar le molestaba alrededor del cuello. En su sueño, había sentido cómo el aire
fresco le alborotaba el suave pelo que solía picarle a causa del collar. Se
puso panza arriba, saboreando el sueño unos momentos más. Aún percibía el olor del ratón. Era la tercera vez que tenía ese sueño desde la luna llena, y en todas las ocasiones el ratón escapaba de sus garras.
Se relamió. Desde la cama notaba el olor insulso de su comida. Sus dueños siempre le rellenaban el cuenco antes de irse a dormir. Aquel olor polvoriento disipó los cálidos aromas de su sueño. Pero el estómago le rugía de hambre, de modo que se desperezó, estiró las patas y cruzó la cocina hasta su cuenco. La comida le pareció seca e insípida. Tragó otro bocado de mala gana. Luego salió por la gatera, con la esperanza de que el olor del jardín le devolviera las sensaciones de su sueño. Fuera, la luna brillaba y llovía ligeramente. Colorado recorrió el
pequeño jardín, siguiendo el sendero de grava iluminado por las estrellas,
notando las frías y puntiagudas piedrecitas bajo las zarpas. Hizo sus
necesidades debajo de un gran arbusto de relucientes hojas verdes y
enormes flores púrpura, cuya dulzona fragancia empalagaba el aire.
Colorado apretó la boca para bloquear el paso del aroma a su nariz.
Al cabo, se acomodó en lo alto de uno de los postes de la valla que
marcaba el límite de su jardín. Era uno de sus sitios preferidos, pues desde allí podía ver tanto los jardines vecinos como el frondoso bosque verde que había al otro lado del vallado.
La lluvia había cesado. Detrás de él, el cortísimo césped estaba bañado
por el claro de luna, pero más allá de la valla el bosque estaba lleno de
sombras. Colorado estiró el cuello para olfatear el aire húmedo. Debajo de su espeso manto, tenía la piel seca y caliente, pero notaba el peso de las
gotas de lluvia que centelleaban sobre su pelaje rojizo.
Oyó que sus dueños lo llamaban por última vez desde la puerta trasera.
Si iba con ellos, lo recibirían con palabras agradables y lo invitarían a su cama, donde podría enroscarse, ronroneando y calentito, en el hueco de una pierna doblada.
Pero esta vez Colorado no hizo caso de la voz de sus dueños y miró
hacia el bosque. El vigorizante aroma del monte se había vuelto más fresco
tras la lluvia. De repente sintió un hormigueo en el lomo. ¿Había algo moviéndose allí fuera? ¿Algo observándolo? Miró fijamente, pero era imposible ver u oler nada en aquel ambiente oscuro y cargado del aroma de los árboles.
Alzó la barbilla con audacia, se levantó y se desperezó, aferrado con las cuatro zarpas a los bordes del poste, estirando las patas y arqueando el lomo. Cerró los ojos y aspiró la fragancia del bosque una vez más. Parecía prometerle algo, tentarlo hacia las susurrantes sombras. Tensando los músculos, se agachó. Luego saltó ágilmente a la áspera hierba que había al otro lado de la valla. Al tocar el suelo, el cascabel de su collar tintineó en el sereno aire nocturno.
—¿Adónde vas, Colorado? —maulló una voz familiar a sus espaldas.
Levantó la mirada. Un joven gato blanco y negro se hallaba
patosamente sobre la valla, en precario equilibrio.
—Hola, Tiznado —saludó.
—No pensarás ir al bosque, ¿verdad? —preguntó Tiznado, sus ojos
ambarinos como platos.
—Sólo a echar un vistazo —dijo Colorado, incómodo.
—Pues yo no iría allí. ¡Es peligroso! —Tiznado arrugó su negra nariz
—. Henry dice que una vez estuvo en el bosque. —Levantó la cabeza y
señaló con el hocico la hilera de vallas, en dirección al jardín en que vivía
Henry —Pero ¡si ese atigrado viejo y gordo jamás ha estado en el bosque! —se burló Colorado—. Apenas ha salido de su propio jardín desde su visita al
veterinario. Lo único que quiere es comer y dormir.
—No, en serio. ¡Si cazó un petirrojo y todo! —insistió Tiznado.
—Bueno, si lo hizo, seguro que fue antes de visitar al veterinario. Ahora
se queja de que los pájaros perturban sus siestas.
—Vale, da igual —respondió Tiznado—. El hecho es que Henry me
contó que ahí fuera hay toda clase de animales peligrosos. Gatos salvajes
gigantescos que comen conejos vivos para desayunar y se afilan las garras
en huesos viejos.
—Sólo voy a echar una ojeada —maulló Colorado—. No tardaré
mucho.
—Bueno, ¡luego no digas que no te he advertido! —ronroneó Tiznado.
El gato blanco y negro dio media vuelta y saltó de la valla a su propio
jardín. Colorado se sentó en la áspera hierba junto a la verja. Se dio un lametón nervioso en el omóplato, preguntándose cuántos de los chismes de Tiznado serían reales.
De pronto, el movimiento de una pequeña criatura atrajo su atención.
Vio cómo se escabullía debajo de unas zarzas.
El instinto lo hizo agazaparse. Avanzó entre la maleza paso a paso, con
suma cautela. Sintiendo un cosquilleo en las orejas, las ventanas de la nariz
dilatadas y sin pestañear, se movió hacia el animal. Ya podía verlo con
claridad entre las ramas espinosas, mordisqueando una larga semilla que sujetaba entre las patas. Era un ratón.
Colorado balanceó las ancas, preparándose para saltar, y contuvo la respiración para que el cascabel no volviera a sonar. Lo invadió una gran
emoción y el corazón le latió con fuerza. ¡Aquello era incluso mejor que sus sueños! Pero entonces un ruido repentino de ramitas quebradas y hojas aplastadas le hizo dar un salto. El cascabel repicó traicioneramente y el ratón salió disparado hacia la parte más enmarañada y densa del zarzal.
Colorado se quedó inmóvil y miró alrededor. Vislumbró la punta blanca
de una cola rojiza y peluda; atravesaba una mata de altos helechos. Percibió
un olor fuerte y extraño; desde luego, pertenecía a un carnívoro, pero no era perro ni gato. Se olvidó del ratón y observó la cola roja con curiosidad.
Quería verla mejor.
Todos sus sentidos se pusieron en tensión mientras avanzaba. Pero
entonces detectó otro ruido. Procedía de detrás de él, aunque sonaba
apagado y distante. Giró las orejas hacia atrás para escuchar mejor. «¿Pasos de un animal?», se preguntó, con los ojos clavados en el extraño pelaje rojo que veía más adelante, y siguió avanzando. Sólo cuando el leve susurro se transformó en algo muy sonoro, un veloz acercamiento que rompía ramitas a su paso, Colorado comprendió que estaba en peligro.
La criatura lo alcanzó como una explosión, y el gato cayó de lado en
una mata de ortigas. Retorciéndose y aullando, trató de librarse de su
atacante, que se había pegado a su lomo. Lo aferraba con unas garras
increíblemente afiladas. Sintió el pinchazo de unos puntiagudos dientes en el cuello. Se revolvió de la cabeza a la cola, pero no logró zafarse. Por un
instante se sintió impotente y se quedó quieto. Pensando rápido, se colocó boca arriba. Instintivamente, sabía lo peligroso que era exponer su blanda panza, pero era su única posibilidad.
Tuvo suerte: el truco pareció funcionar. Oyó un resoplido debajo de él cuando su contrincante se quedó sin aire. Debatiéndose con fiereza,
Colorado consiguió liberarse. Sin mirar atrás, salió corriendo hacia su casa.
A sus espaldas, un sonido de pisadas le dijo que su atacante estaba
persiguiéndolo. Pese a que los arañazos le dolían y escocían, Colorado decidió darse la vuelta y pelear. No quería dejar que volvieran a saltarle encima.
Se detuvo con un patinazo, se volvió y se enfrentó a su perseguidor.
Era un gato joven, con un espeso y lanudo pelaje gris, patas fuertes y
cara ancha. En una fracción de segundo, Colorado captó que era un macho y percibió el poder de sus vigorosos omóplatos. Entonces, el gato chocó contra él a todo correr. El giro de Colorado lo había pillado por sorpresa, y cayó hacia atrás con un salto aturdido.
El impacto dejó a Colorado sin aliento y tambaleante. Enseguida
recuperó el equilibrio y arqueó el lomo, erizando su pelaje rojizo, listo para abalanzarse sobre el desconocido. Pero su atacante se sentó sin más y empezó a lamerse una pata delantera; toda su agresividad había
desaparecido.
Colorado se sintió extrañamente decepcionado. Todo su cuerpo estaba
tenso, preparado para el combate.
—¡Eh, tú, minino casero! —maulló el gato gris alegremente—.
¡Aguantas bien una persecución para ser una mascota domesticada!

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⏰ Última actualización: Nov 10, 2022 ⏰

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