Prólogo

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MariaL Pardos


Latentes




Primer latente



Kevin Allen sabía que no iba a tener un buen día.

La pequeña Susie, el miembro más reciente de la familia, con tan solo tres meses de vida, decidió deleitarles con una de sus noches en blanco.

Según el pediatra, podían ser cólicos, aunque su expresión delataba su falta de convencimiento. Tampoco persuadió a los padres de la criatura, que sabían muy bien lo que eran los cólicos porque los otros dos hijos del matrimonio los habían sufrido.

Kevin empezaba a sospechar que su hija poseía algún tipo de poder extrasensorial por el que detectaba los niveles de cansancio de sus padres, y se deleitaba aplicándoles su medicina particular: a mayor agotamiento, menos sueño. Y claro, no se contentaba con que uno de ellos perdiese la noche, no, los necesitaba a ambos.

Con un poco de suerte también conseguía despertar a sus hermanos, lo que no era tan sencillo, los angelitos dormían como auténticos leños y, además, volvían a caer cual troncos en cuanto tenían ocasión. No era ni la mitad de gracioso que tener a sus padres acunándola, cantando nanas, paseándola por toda la casa, corriendo a buscar biberones y cambiar pañales limpios...

La diversión consistía en berrear, sin decaer, hasta que el despertador estaba a punto de sonar. Entonces el interruptor de su pequeño cerebro se apagaba y se dormía profundamente, con una leve sonrisa inocente en los labios.

Kevin sabía, por experiencia, que aquello no era más que su forma de prepararse y reunir fuerzas de cara a próximas fiestas nocturnas, donde los invitados de honor serían sus padres que, a esas alturas, se preguntaban por qué no se conformaron con dos niños. ¡Tuvieron que buscar a la princesita que completase su familia feliz!

Faltaban quince minutos para que sonase el despertador. Lo apagó, en previsión de que, su estridente sonido, despertase de nuevo al monstruo que habitaba en un cuerpecito tan pequeño.

Los niveles de ansiedad del matrimonio estaban llegando a cotas insospechadas. Kevin incluso sopesó la idea de abandonarla en la puerta de alguna institución... Si, la desesperación, cuando llevas varias noches durmiendo apenas un par de horas, deja un poso de locura transitoria.

Por supuesto cuando, durante el día, la pequeña Susie les regalaba algún gorgorito y una sonrisa bobalicona de bebé, se olvidaba la quimera vociferante en que se convertía por la noche.

De camino a la ducha, sumido en sus pensamientos, Kevin pisó uno de los juguetes de plástico de la pequeña. El chillido del maldito cacharro hizo que Susie gimotease en su cuna. Su esposa le lanzó una rápida mirada que podía haberlo dejado petrificado, tal era la cara de Gorgona que gastaba la otrora preciosa mujer con la que se casó.

Con el corazón galopando a toda velocidad, se metió en la ducha y volvió a maldecir: olvidó que el termo del agua caliente de ese baño estaba estropeado y el chorro manaba apenas unos grados sobre cero. Lo justo para cagarte en todo, pero no lo suficiente como para que te quedases congelado y, por consiguiente, callado.

Prometió que se encargaría él mismo de arreglarlo, o de buscar a alguien que lo hiciera. Se le olvidó. De eso hacía siete días. De hoy no pasaba, se juró, igual que todas las mañanas desde la semana anterior.

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