Camina cuesta arriba para llegar al agobio de sus estudios. Una mañana cualquiera amanece tarde, y los primeros rayos de sol se tamizan con la abundancia de aquellos elevados perfiles urbanos. Agarra con fuerza su bolso y se ajusta su mochila a los hombros, y pone su mayor empeño en la cresta que se le implanta delante. Eran días difíciles, el frío penetraba las articulaciones y un cuerpo pequeño recién salido de la comodidad de la cama no se encontraba en condiciones de hacer semejante subida, más aún cargando cosas. Una imponencia sin nombre capaz de estremecer a cualquier peatón, obstruyendo el nuevo horizonte. Los autos corren por la subida humeando gasoil mal combustionado, cuyo olor se reposa en las tostadas del desayuno de los primeros balcones de la calle. Absorta en sus pensamientos y consumida por el agotamiento físico, tropieza con una típica baldosa gris y amaga caer al suelo. Suerte que no lo hizo, puesto que en plenas veredas abarrotadas de masas de estudiantes hubiera causado un escándalo y habría querido ser tragada por las vergüenza.
La noche anterior, incapaz de conciliar el sueño, insertó sus auriculares en sus oídos para armonizar con una tranquila guitarra criolla y un piano de Serú Girán. Cuánta melancolía. Sus ojos se volvieron oscuras lagunas incontrolables en la penumbra de la noche. Nadie lo sabía, solo se encontraba tendida, tapada, y olvidada. El estrés de los estudios y la nueva ciudad con sus rascacielos solo estremecían su visión sobre el futuro. Se preguntó que era aquello por lo que lloraba. Simplemente no lo sabía.
Su agonía la llevó al camino al camino aparente. Almas pasajeras cuyas pieles rozaron lo mas íntimo de su persona y lo mas superficial de su cuerpo. Pequeñas muestras insustanciales incapaces de conectar más allá de los límites del corazón. Mendiga de un lado y del otro, encontrando el calce a su zapato que nunca ajustará. Por esa razón se culpa de sus límites. Por creerse insuficiente para cualquiera, y autosuficiente para no decepcionar a más pasajeros del tren.
Termina la cuesta y la planicie permite ver el final de su trayecto. Por su frente cae una gota de sudor que congela su nariz, presa del aire glacial. Zapatillas blancas y negras en forma de botita, transpiradas como si hubieran corrido cien metros llanos.
Continua caminando recuperando la respiración, con la mirada fija en un punto. Un punto llamado tiempo, inflexible e incapaz de ser frenado. Le suena terrible la idea de que el segundo que vivió no iba a vivirlo jamás. ¿Donde estaban las luces que tanto prometían los libros y las historias de esperanza? ¿Las recompensas del arduo trabajo y la felicidad genuina? ¿Tomaría el riesgo de precipitarse a un vacío sin nombre pero con cuerpo y alma? Malditos momentos los de despojo. Malditos aquellos lánguidos cuerpos con respiraciones agitadas y mentes vacías, dominados por una cáscara animal corriendo por sus venas. Su lugar seguro era solo ella, siendo su propio escudo emulando fuerza por la increíble sensibilidad que guarda bajo la manga.
Mira nuevamente el camino y se encuentra conmigo. Observo sus extensiones azabache caer sobre una mochila abultada y una campera abierta que en su interior aloja un hilvanado bordó. Pestañas increíblemente densas y cejas pobladas en V. Una nariz simétrica como un tobogán, encarcelada entre alargados ojos y con una argolla metálica del lado derecho. Su mirada indescifrable de las ocho de la mañana es la misma que la de las doce del mediodía o la de las seis de la tarde. Se clava en mis ojos y se desvía automáticamente, casi por efecto rebote. Es por ello que el tiempo corre, y nosotros no corremos con él. Porque rebota de cualquiera y se agarra de la nada. No se clava. No se aferra a nuestra carne y nos espera para que lo retomemos. Simplemente corre, haciéndonos papeles arrugados confluyendo en un punto.
Que condición importante. Sean las 8 de la mañana o las 6 de la tarde.
ESTÁS LEYENDO
El camino de mañana
Short StoryDicen que para encontrar tu camino, primero debes perderte. ¿Cómo sabemos que lo hemos encontrado o seguimos perdidos?