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De vuelta en el campamento hice aquello que tanto había postergado: cavé una fosa larga de unos pocos pies de profundidad y llevé hasta allí, uno a uno, los cuerpos de aquellos con los que había compartido alegrías y tristezas. Los acomodé boca arriba y en sus pechos coloqué algún objeto terrenal como si fuese imprescindible para el viaje al más allá o como si fuese alguna posesión querida. Sabía absurdo lo uno y lo otro, pero no me importaron los dogmas religiosos ni las lagunas de recuerdos. Me sentí orgulloso al acabar la faena: el túmulo creado perduraría hasta el final de los tiempos. Ni la furia de Silene podría con aquel monumento al dolor. 

Antes, con el espíritu en duelo, me apropié de los objetos de valor de aquellos que partían al más allá. Acumulé una veintena de escudos de cobre y unos nueve de plata. Hallé tres pellejos repletos de vino especiado; comida para el camino; eslabón y pedernal; una cazuela para calentar caldos y papillas; un arco robusto y un carcaj ornamentado con una docena de flechas; una daga larga y otra enana; ropa limpia; un peine de espinas de pescado; un farolillo prometedor y hasta una cuerda. Con las monedas podía reiniciar la vida en alguna ciudad distante, poco importaba donde; con el resto de las cosas podía renegar del mundo y vivir como un ermitaño en un recodo olvidado de Aiion; podía hasta ahorcarme con la cuerda si así lo consideraba pertinente. 

Sin embargo, fueron los otros dos objetos hallados los que pesaron más a la hora de tomar una decisión. El documento que encontré en las ropas de uno de los asesinos desenterró un nombre recién nombrado: Kairon. Aun cuando la lluvia había vuelto ilegible la mayoría del mensaje, no había duda que se trataba de un contrato o mandato; la orden de matar la había dado aquel sujeto desconocido que suscribía el trozo de papel mojado. Luego, con la esfera de gora que descubrí en un bolsillo secreto en la túnica de aquel que murió en las raíces del flamboyán podía pagar lo que fuera, hasta la venganza que tanto ansiaba. Lo tenía claro: cuando diera muerte a ese que tanto daño había causado a mi gente y a mí, decidiría entonces que haría con mi vida. Ya tendría tiempo para dilucidar si empezaba de cero en una ciudad lejana, me convertía en ermitaño o me ahorcaba. En ese momento me daba lo mismo cualquier cosa. 

Los cuerpos de los asaltantes los dejé a merced de las fieras: no eran ellos merecedores de mi odio, menos aún de mi compasión. Eran marionetas, despojos que no servían ni para abonar la tierra. 

Agarré la caja fuerte misteriosa y eché a andar hacia el oeste. Una intuición peregrina me aseguraba que en esa dirección quedaba mi destino. 

El viento anticipaba una venganza consumada. El olfato no me engañaba. 

La sombra de la muerte Donde viven las historias. Descúbrelo ahora