Dulce despedida

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I

Dulce despedida


Atardecía, el cielo se teñía de una multitud de colores entremezclados, el sol ya se estaba ocultando y un tenue resplandor iluminaba la superficie del mar otorgándole a la escena un brillo sobrenatural.


Y allí estaba ella, sentada en la orilla del mar, las rodillas contra su pecho, seguía el vaivén de las olas con su mirada con los ojos fijos en el horizonte, mientras jugueteaba perezosamente con la arena dejándola escurrirse entre sus dedos. ¿En qué estaría pensando? Era imposible no sentirse atraído por tal imagen, Jess era simplemente perfecta, sus rizos marrones cobrizos describían un halo de luz a su alrededor, sus ojos grises y translúcidos reflejaban claramente la inmensidad de la superficie azul del mar, su sonrisa era capaz de iluminar hasta el rincón más oscuro, sus pómulos altos y su boca en forma de corazón bastarían a cualquier artista para hacerla su musa.

Jared sólo la observaba, no podía dejar de hacerlo, ella tenía la capacidad de hipnotizarlo y hacerlo olvidar de todo cuanto lo rodeaba, el mundo que existía a su alrededor pasaba a un segundo plano cuando estaba con ella. Saliendo de su ensimismamiento decidió avanzar, clavando sus dedos en la arena y disfrutando de la agradable sensación, sería la última vez en mucho tiempo que podría hacerlo. Jess no se había percatado de su presencia y eso le hacía las cosas más difíciles aún. Jared caminaba cansinamente, el trabajo en el taller de su padre lo dejaba agotado, con sus zapatillas deportivas colgando de su mano derecha se sentó a su lado. Al principio ella no lo sintió, pero como sí de encontrar el interruptor de una bombilla en la oscuridad se tratara, buscó a tientas sus manos, rozó sus dedos y los entrelazó con los suyos.


-Viniste - dijo arrastrando las palabras y dibujándosele una sonrisa en el rostro, de esas que hacen que pierdas la noción del tiempo, cargadas de inocencia y describiendo dos hoyuelos en sus mejillas. - ¿Cómo no iba a hacerlo? - preguntó Jared. El corazón de Jess dio un salto, sentía su cara teñirse de rosa, pero tan rápidamente como las chispas de felicidad revolotearon en su estómago, del mismo modo se marcharon. El peso de la realidad le caía encima, marchitaba sus ilusiones como si un sol abrasador se situara sobre ellas, haciendo que sus ojos ardieran por las lágrimas que intentaba contener. Jared hacía que el ritmo de su corazón se acelerara, siempre, irremediablemente terminaba perdida en sus ojos color avellana, en esas espesas pestañas y en la calidez de su mirada.


Jess y Jared eran amigos desde que tenían cinco años, cuando los padres de Jared se divorciaron y su madre compró una casa en el mismo vecindario en el que Jess vivía. El día de la mudanza, Jess salía de su casa con un ejemplar de Alicia en el país de las maravillas en sus pequeñas manos, mientras observaba a aquellas extrañas personas que se bajaban de un auto y comenzaban a trasladar cajas dentro de la casa. ¿Quiénes serán? Se lo preguntaba mientras contemplaba la escena.


Pasaron algunos minutos antes de que se diera cuenta de que no sólo eran la mujer alta y esbelta de cabellera rubia y el hombre de hombros estrechos y estatura media los que entraban en casa. Luego de colocar algunas cajas en el porche, la mujer se devolvió y se plantó frente a la ventana del auto. Al principio Jess creyó que hablaba sola, pero luego distinguió una diminuta silueta atrás del vidrio de la cabina delantera del automóvil. La mujer dio dos golpecitos con su dedo índice en este y esperó hasta que el cristal de la ventanilla descendiera. -Tienes que bajar, Jared - dijo con un tono de reprobación, pero con una mirada amable y llena de amor. -No quiero mamá, no quiero vivir acá, este lugar no me gusta - decía con pequeñas lágrimas manando de sus ojos. La bella mujer se acercó al auto y abrió la puerta. Lentamente se acuclilló ante su hijo y este sollozando enterró la cara en el cabello de su madre, su aroma era reconfortante, siempre que Jared lo percibía se sentía en casa. Su madre le acariciaba el cabello cariñosamente, mientras le hablaba de lo maravilloso que sería vivir en un pueblo tan tranquilo como Richtown, pero Jared no escuchaba, estaba inmerso en su dolor, el divorcio había sido especialmente difícil para él, no podía concebir una vida sin su padre, sin aquel hombre afectuoso que le enseñó a valorar los libros, la música, el soccer, y el inmenso amor que debes profesarle a tus seres queridos. Aquel desgraciado le había enseñado a Jared que a pesar de los errores que se cometen, las personas que te quieren siempre van a estar ahí, siempre te ayudarán a levantarte y a asumir lo qué viene. "Todo acto tiene su consecuencia", su padre solía decirlo, siempre que realizaba algo lo recordaba recitando esa frase.

Que el amor espereDonde viven las historias. Descúbrelo ahora